ANEXO 5

ANEXO V

Dos puntos atrajeron particularmente mi atención:

Por una parte: ¿de qué Roma se trata? Conviene aquí hacer una distinción entre la Roma Eterna y la Roma anticristo modernista.

La Roma anticristo y modernista no pierde la oportunidad de humillar a la Roma Eterna. En efecto, del seno de la Iglesia conciliar y hasta los más altos niveles, numerosas voces se han elevado para que la Iglesia haga “un honesto examen de conciencia”, “una autocrítica sin maquillaje”, y para que ella “pida públicamente perdón por sus faltas del pasado”.

Se conocen, como mínimo, noventa y cuatro textos de Juan Pablo II en los cuales ha reconocido “culpas históricas de la Iglesia” o ha pedido perdón. En veinticinco de ellos, Juan Pablo II utiliza la expresión “yo pido perdón” o un equivalente, golpeándose siempre en pecho ajeno…

Respecto a las consagraciones de 1988, precisamente porque se trata de salvaguardar el honor de la Roma Eterna, el Superior General debe exigir a la Roma anticristo y modernista que reconozca su falsedad y que restituya la reputación de la “operación supervivencia”.

Si la expresión “Roma nunca se retracta” significa que la Roma anticristo y modernista puede decir o decidir cualquier cosa y que la Fraternidad debe aceptarlo, hay que temer que un día la Roma anticristo y modernista declare que la Fraternidad aceptó la “laicidad positiva y abierta”, y en ese caso, el Superior General se verá obligado a estar de acuerdo para no contradecir a Roma…

Por otra parte, incluso si se trata de la Roma Eterna, tenemos, en la historia de la Iglesia, ejemplos que contradicen la afirmación del Superior General: Juan XXII, Pascual II, Pío VII…

Carta de Pío VII a Napoleón, 24 de marzo de 1813:

“Por doloroso que resulte a nuestro corazón la confesion que vamos a hacer a su majestad, por más que esta confesión pueda causarle algún dolor a ella misma, el temor de los juicios de Dios, del que nuestra gran edad y el deterioro de nuestra salud nos acercan todos los días aún más, debe volvernos superior a toda consideración humana, y hacernos despreciar las terribles angustias que nos invaden en este momento. Obligados por nuestros deberes, con esta sinceridad, esta franqueza que conviene a nuestra dignidad y a nuestro carácter, declaramos a su majestad que, desde el veinticinco de enero, día en que firmamos los artículos que debían servir de base al Tratado definitivo del que se hace allí mención, los mayores remordimientos y el más vivo arrepentimiento no dejó de rasgar nuestra alma, que no puede encontrar más ni paz ni descanso. Reconocimos inmediatamente, y la continua y profunda meditación nos hace sentir cada día aún más el error en el cual nos dejamos implicar, o por la esperanza de terminar los desacuerdos ocurridos en los asuntos de la Iglesia, o también por el deseo de complacer a su majestad.

Un único pensamiento moderaba un poco nuestra aflicción: era la esperanza de remediar, por el acto del compromiso definitivo, el mal que acabábamos de hacer a la Iglesia suscribiendo estos artículos. ¡Pero cuál no fue nuestro profundo dolor, cuando, con gran sorpresa y a pesar de lo que habíamos convenido con su majestad, vimos publicar, bajo el título de concordato, estos mismos artículos que no era más que la base de un acuerdo futuro!

Gimiendo amargamente y del fondo de nuestro corazón por la ocasión de escándalo otorgada a la Iglesia por la publicación de dichos artículos; plenamente convencidos de la necesidad de repararlo, si pudimos abstenernos por el momento de manifestar nuestros sentimientos y hacer oír nuestras reclamaciones, fue solamente por prudencia, para evitar toda precipitación en un asunto tan capital.

Sabiendo que, dentro de pocos días, tendríamos la consolación de ver el sagrado órgano colegiado, nuestro consejo natural, reunido ante nosotros, quisimos esperarlo para ayudarnos de sus luces, y tomar a continuación una determinación, no sobre lo que nos reconocíamos obligados hacer en reparación de lo que habíamos hecho, ya que Dios nos es testigo de la resolución que habíamos tomado a partir del primer momento, pero por sí sobre la elección del mejor método que debía adoptarse para la ejecución de esta misma resolución.

No creímos poder encontrar la más conciliable con el respeto que debemos a su majestad, que el de dirigirnos a su majestad ella misma y escribirle esta carta. Es en presencia de Dios, al cual nos veremos obligados pronto a dar cuenta del uso de la potestad a nosotros confiada, como vicario de Jesucristo para el Gobierno de la Iglesia, que declaramos, con toda la sinceridad apostólica, que nuestra conciencia se opone invenciblemente a la ejecución de los distintos artículos contenidos en el escrito del veinticinco de enero. Reconocemos con dolor y confusión que no sería para construir, sino para destruir que haríamos uso de nuestra autoridad, si tuviésemos la desdicha de realizar lo que prometimos imprudentemente, no por ninguna mala intención, como Dios es testigo, sino por pura debilidad y como ceniza y polvo.

Dirigimos a su majestad, con relación a este escrito firmado de nuestra mano, las mismas palabras que nuestro antecesor Pascual II dirigió, en un breve a Enrique V, en favor quien había hecho también una concesión que excitaba con mucha razón los remordimientos de su conciencia; le diremos con él: Nuestra conciencia, reconociendo malo nuestro escrito, lo confesamos malo, y, con la ayuda del Señor, deseamos que sea roto completamente, para que no resulte ningún daño para la Iglesia, ni ningún perjuicio para nuestra alma”.