Padre Juan Carlos Ceriani: ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

 

Sermones-Ceriani

ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Después de Dios y de la sagrada Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, nada hay en el Cielo ni en la tierra tan grande y tan digno de veneración y de amor como la Santísima Virgen.

Toda la grandeza y todas las perfecciones le vienen a María de su divina Maternidad.

El Papa Pío XII, en su Encíclica Mediator Dei, se expresa así:

“Entre los Santos del cielo se venera de un modo preeminente a la Virgen María, Madre de Dios; pues su vida, por la misión recibida del Señor, se une íntimamente con los misterios de Jesucristo; y nadie, en verdad, siguió más de cerca y más eficazmente las huellas del Verbo encarnado, nadie goza de mayor gracia y de poder cerca del Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios, y, por su medio, cerca del Padre celestial. Ella es más santa que los querubines y los serafines, y goza de una gloria mucho mayor que los demás moradores del cielo, como quiera es la llena de gracia, y Madre de Dios, y la que con su parto feliz nos ha dado al Redentor…”

Podemos decir que todo el Ciclo Cristológico es, a la vez, un Ciclo Mariano, ya que no se pueden celebrar los misterios del Hijo sin recordar y venerar a la Madre.

Desde Belén hasta el Calvario, y desde el Calvario hasta el monte de Sión, la Madre no se separa del Hijo; de ahí que Navidad, Epifanía y todas las demás fiestas de Nuestro Señor, hasta su última de la Ascensión, sean simultáneamente fiestas de Nuestra Señora.

Con eso sólo estaría María bien cumplida por la Iglesia, mas en el deseo de realizar debidamente su gloriosa figura y de proponerla al amor de los cristianos, ha querido dedicarle fiestas especiales.

De este modo, desde el siglo VI es un hecho en Occidente la celebración litúrgica de la Dormición o Asunción de la Santísima Virgen, primera fiesta del calendario mariano, a la cual siguieron luego la Anunciación, la Natividad y todas las demás.

+++

La Asunción a los Cielos nos manifiesta la dignidad de la Virgen gloriosa.

Dice Jeremías: Solio de la gloria, exaltado desde el comienzo.

Solio o trono de gloria fue la Bienaventurada María, que en todo fue sólida e íntegra. En Ella tomó asiento la gloria del Padre, o sea el Hijo, la misma Sabiduría, cuando de Ella asumió la carne. Sedes sapientiæ…

¡Qué grande es la dignidad de la gloriosa Virgen, que mereció ser Madre de Aquél que es la belleza de los Ángeles y el esplendor de todos los Santos!

Trono de la Sabiduría fue la feliz María, de la que asumió la carne humana el Hijo de Dios; y hoy la glorificó, porque la exaltó por encima de los Coros de los Ángeles.

Por esto se comprende claramente que la Bienaventurada Virgen fuese elevada al Cielo también con el Cuerpo, que fue el Trono del Señor.

Se lee en el Salmo 131: Levántate, Señor, y entra en el lugar de tu reposo; Tú y el arca de tu santificación.

Se levantó el Señor, cuando subió a la driesta del Padre. Se levantó también el Arca de su santificación, cuando en este día la Virgen Madre fue asunta a la gloria celestial.

La santidad y gloria de la Bienaventurada Virgen María quedan manifiestas cuando es llevada por las manos de los Ángeles hasta el etéreo tálamo, en el cual sobre su trono está sentado el Rey de los reyes, la bienaventuranza de los Ángeles, Jesucristo, que amó a la Virgen gloriosa más que a todas las mujeres y de la que tomó carne humana. Y Ella, delante de Él, halló gracia y misericordia por encima de todas las mujeres.

¡Oh incomparable dignidad de María! ¡Oh inefable sublimidad de la gracia! ¡Oh inescrutable abismo de misericordia!

A todas luces, superior a toda gracia fue la de la Bienaventurada María, que tiene un Hijo en común con Dios Padre; y, por ende, mereció ser coronada en el Cielo.

Dice Salomón en el Cantar de los Cantares: Hijas de Jerusalén, salid y contemplad al rey Salomón con la diadema, con la que lo coronó su madre, en el día de sus bodas.

La dichosa María coronó al Hijo de Dios con la diadema de la carne humana en el día de la Encarnación, por la cual la naturaleza divina se unió a la naturaleza humana en el seno purísimo de la Virgen Madre.

Por eso el Hijo coronó a la Madre con la diadema de la gloria celestial.

+++

Por todo esto, San Bernardo habla de dos asunciones. En la primera, María acoge a Nuestro Señor. En la segunda, es la Corte Celestial la que acoge a María Santísima.

Debemos alegrarnos por este doble episodio y recrearnos en su grandeza.

Subiendo hoy a los Cielos, la Virgen gloriosa colmó, sin duda, los gozos de los ciudadanos celestiales, pues Ella fue la que, a la voz de su salutación, hizo saltar de gozo a aquel que aún vivía encerrado en las entrañas maternas.

Ahora bien, si el alma de un párvulo aún no nacido se alegró sobremanera luego que habló la Madre de Dios, ¿cuál pensamos habrá sido el gozo de los ejércitos celestiales cuando merecieron oír su voz, ver su rostro y gozar de su dichosa presencia?

Mas nosotros, ¿qué ocasión tenemos de solemnidad en su Asunción, qué causa de alegría?

Con razón resuena en las alturas la acción de gracias y la voz de alabanza; pero para nosotros, más parece debido el llanto que el aplauso. Porque ¿no es, por ventura, natural, al parecer, que cuanto se alegra el Cielo de su presencia, otro tanto llore su ausencia este valle de lágrimas?

Sin embargo, no hay lugar para quejas, porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos aquella a la cual María purísima fue asunta y exaltada.

Y, si estamos señalados como ciudadanos suyos, razón será que, aun en el destierro, nos acordemos de ella, tomemos parte en sus gozos y participemos de su alegría, especialmente de aquella alegría que, con ímpetu tan copioso, se goza hoy la Ciudad de Dios, para que también percibamos las notas que desbordan sobre la tierra.

Nos precedió Nuestra Reina, y fue recibida gloriosamente; subió de la tierra al Cielo Nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre nuestra de misericordia, trate devota y eficazmente los negocios de nuestra salvación.

Un precioso regalo, un presente, envió al Cielo nuestra tierra, para que, dando y recibiendo, se asocie, en trato feliz de amistades, lo humano a lo divino, lo terreno a lo celestial, lo ínfimo a lo sumo.

Porque el fruto sublime de la tierra ascendió allá de donde descienden las preciosísimas dádivas y los dones perfectos. Subiendo, pues, a lo alto, la Virgen Bienaventurada otorga copiosos dones a los hombres.

¿Y cómo no los dará? No le falta poder ni voluntad. Reina de los Cielos es, misericordiosa es; finalmente, Madre es del Unigénito Hijo de Dios.

Nada hay que pueda darnos más excelsa idea de la grandeza de su poder o de su piedad, a no ser que alguien pudiera llegar a creer que el Hijo de Dios se niega a honrar a su Madre, o pudiera dudar de que están impregnadas de la más exquisita caridad las entrañas de María, en las cuales la misma caridad que procede de Dios descansó corporalmente nueve meses.

Mas con todo esto, dejando de lado los beneficios que conseguimos por su glorificación, si de veras la amamos, nos alegraremos inmensamente al ver que se reúne con su Hijo.

Sí, nos alegraremos y le daremos el parabién, a no ser que, como esté lejos de nosotros, quisiéramos mostrarnos ingratos con Aquélla que nos dio al Autor de la gracia.

+++

La Virgen Inmaculada es recibida, pues, en la Celestial Jerusalén por Aquél a quien Ella recibió al decidir Él venir a este mundo; pero ¿quién será capaz de expresar con palabras con cuánto honor fue recibida, con cuánto gozo, con cuánta alegría?

En la tierra no hubo ni habrá jamás lugar tan digno de honor como el templo de su seno virginal, en el que recibió María al Hijo de Dios; en el Cielo no hay ni habrá otro solio regio tan excelso como aquél al que sublimó a su Madre el Hijo de María.

Feliz uno y otro recibimientos, inefables ambos, porque ambos trascienden toda humana inteligencia.

Mas, ¿Por qué compararlos?

A fin de que este recibimiento de María Santísima en el Cielo, que hoy celebramos, se pueda conocer de algún modo por aquél en que recibió en su seno bendito al Hijo de Dios; a fin de que, según la inestimable gloria de la Encarnación, se conozca también que es inestimable la gloria de la Asunción de María.

En efecto, ¿quién será capaz de explicar de qué modo, sobreviniendo el Espíritu Santo y haciendo sombra la virtud del Altísimo, se hizo carne el Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas?

¿Cómo el Señor de la majestad, que no cabe en el universo de las criaturas, se encerró a sí mismo dentro de las entrañas virginales de María Santísima?

Y entonces, ¿quién será capaz de pensar siquiera cuán gloriosa iría hoy la Reina de la creación a tomar posesión de su trono real? ¿Y quién puede imaginar con cuánto afecto de devoción saldría toda la multitud de los ejércitos celestiales a su encuentro? ¿Con qué cánticos sería acompañada hasta el trono de la gloria, con qué semblante tan plácido, con qué rostro tan sereno, con qué alegres abrazos sería recibida del Hijo y ensalzada sobre toda criatura con aquel honor que Madre tan grande merecía, con aquella gloria que era digna de tan gran Hijo?

Cuanta mayor gracia alcanzó en la tierra sobre todos los demás, otro tanto más obtiene también en los Cielos de gloria singular. Y si el ojo no vio ni el oído oyó, ni cupo en el corazón del hombre lo que tiene Dios preparado a los que le aman; lo que preparó a la que le engendró y a la que amó más que a todos, ¿quién lo podrá describir?

+++

Dichosa, por tanto, María Santísima, y de muchos modos dichosa, tanto al recibir Virgen al Salvador, como al ser Ella recibida y coronada por el Salvador.

En lo uno y en lo otro es admirable la dignidad de la Virgen Madre; en lo uno y en lo otro es amable la dignidad de la Majestad.

Te suplicamos, ínclita Madre de Dios, Reina y Madre nuestra, exaltada por encima de los Coros de los Ángeles, que nos sostengas con la potencia de tu intercesión; que nos adornes con las preciosas piedras de tus virtudes y que derrames sobre nosotros tu misericordia; y así merezcamos ser elevados a las alturas de la gloria celestial y vivir eternamente dichosos con los Bienaventurados en presencia tuya y de tu divino Hijo.

Dígnese concedérnoslo Él, que en este día Te exaltó por encima de los Coros de los Ángeles, Te coronó con la diadema del Reino y Te colocó en el Trono del eterno esplendor.

A Él sean el honor y la gloria por los siglos eternos. Y toda la Iglesia responda: ¡Amén!