P. FÉLIX SARDÁ Y SALVANY – INTEGRISMO

HABLEMOS, PUES, DE LOS INTEGRISTAS

RADIO

Conferencia dictada en la Academia Católica de Sabadell, España,

por el Padre Félix Sardá y Salvany

¡INTEGRISTAS! Sí, señores míos, y a mucha honra. Y en tanto es así que deseando dirigiros hoy la palabra en ésta, nuestra querida Academia, tras tanto tiempo de no haberos hablado en ella, ciertamente no por falta de voluntad, me pareció bien escoger por tema de mi familiar conferencia el presente mote o apodo con que quieren, según se ve, infamarnos de algún tiempo acá nuestros enemigos.

Con él quisiera yo os mostraseis vosotros santamente altivos y cristianamente orgullosos, como os aseguro lo estoy yo, por la gracia de Dios, como lo estoy de mi fe y de mi bautismo y de mi educación católica y de mi católico sacerdocio y de todo cuanto constituye, gracias al cielo, mi modo de ser en el orden sobrenatural y cristiano.

Sí, amigos míos: integrista soy e integristas deseo que seáis todos los de esta Sociedad, e integrista creo yo a todo hombre de quien tengo favorable concepto en sus costumbres y creencias, e integrista quisiera yo fuese todo el mundo, única manera de que fuese todo hijo reconocido y súbdito sumiso de Dios Nuestro Señor.

Apropiémonos, pues, y muy en alta voz declaremos como nuestra esta calificación, que quiere ser denigrativa y que no es sino gloriosísima. Repitámosla, si, y alcémosla en alto, muy en alto, como inmortal bandera que simboliza todas nuestras aspiraciones, recuerda todos nuestros deberes, eleva y maravillosamente dignifica nuestra condición en la vida social moderna, y nos separa con distintivo característico de todo lo demás que mira como suyo, en mayor o menor grado, el liberalismo reinante.

Hablemos, pues, de integrismo, y con rostro varonil y pecho firme aceptémoslo con todas sus consecuencias.

Ha sido una manía constante de los enemigos del Catolicismo la de buscar siempre disfraces y apodos con que atacar a los hijos de él, a fin de que pareciese que no por católicos los atacaba, sino por algo muy independiente y ajeno a este carácter suyo esencial. Casi todas las herejías han inventado un mote con que apostrofar a los católicos, suponiendo que no los combatían por tales, sino por aquel otro concepto que con aquel mote o apodo pretendían expresar.

Sin embargo, ha dado la casualidad de que el mote escogido siempre ha sido como una revelación inconsciente e involuntaria de algo glorioso para los motejados. Al consignarlo la historia, basta eso por lo común para que se falle con toda rectitud el proceso entre motejados y motejadores.

Así, por no dar una ojeada más que sobre los últimos siglos, los anglicanos creyeron haber puesto una pica en Flandes, apodando de papistas a los que no quisieron aceptar el escandaloso cisma de Enrique VIII. Ya veis, señores, si era caso de que se avergonzasen de esta injuria aquellos esforzados ingleses que tan generosamente sabían dar su vida por guardar inviolable fidelidad a la Santa Sede.

Posteriormente, los jansenistas, los galicanos y los regalistas, que todos pueden ser llamados con el común denominador de avanzadas más o menos francas del actual liberalismo, inventaron en Francia el apodo ultramontanos, para significar a los fieles de la otra parte de los Pirineos y de los Apeninos, o sea, a los españoles y a los italianos, más opuestos que cualquier otra nación a las tendencias novadoras de aquella artera secta.

Y hoy mismo no se persigue a los católicos de Francia por ser católicos, ¡ya se guardará bien el diablo, que es malo, pero no tonto, de caer en semejante majadería!: no por católicos se los persigue, sino por clericales, pues sabida es la frase o el grito de guerra: «El clericalismo es el enemigo».

Pues lo mismo sucede en España y en la hora presente, alabado sea Dios. Atacar por católica la hueste que más anhela distinguirse en el celo y ardimiento por la defensa del Catolicismo, impugnar por católicas sus empresas y publicaciones, que sólo en el ardiente Catolicismo desean inspirarse; combatir sañuda y rencorosamente por católicos a hombres que no quieren distinguirse con otro dictado ni admiten otra divisa en su bandera que la de un puro y limpio Catolicismo. ¡Oh! Sería candidez infantil o desusada franqueza, faltas en que nunca caerán nuestros hábiles impugnadores. No, señores, nada de eso: no se nos impugna ni se nos denigra por ser católicos, antes eso se nos respetaría siquiera por consideración, como dicen ellos, a los llamados «inviolables fueros de la conciencia humana».

Por lo que ferozmente se nos denigra, y sin tregua ni descanso se nos combate, es por integristas.

Ya se lo ve: todos han convenido, hasta no pocos anticatólicos, en que el Catolicismo es una cosa muy seria y muy respetable, o por lo menos muy pasadera.

En lo que, empero convienen igualmente todos, así anticatólicos como católicos a medias, es en que los malos y perversos son los integristas.

Se diría que es la hora de levantar boy en España, como bandera de defensa social, un lema análogo al que levantó en su día la Francia de León Gambetta: «El integrismo, sí, el integrismo, ese es el enemigo».

Está bien, señores míos; y podemos darnos por muy honrados con que de esta manera se nos señale al público desprecio y execración. Mas esto mismo nos da derecho a que, recogiendo el glorioso insulto y analizándolo a sangre fría concluyamos, no por convencernos a nosotros mismos —que por la misericordia de Dios estamos ya convencidos— sino para convencer a nuestros contrarios de que realmente éste es para nosotros nuestro primer blasón y nuestro título de gloria.

Veámoslo. A alguno de nuestros desdichados contrincantes les parecerá una blasfemia que les digamos que el primer integrista es Dios Nuestro Señor.

Y no obstante así empezamos por sentarlo, y así nos lo enseñan de acuerdo la filosofía y la teología cristianas.

En Dios se halla la íntegra plenitud del ser y la suma íntegra perfección. La integridad esencial de sus soberanos atributos no la menoscaba deficiencia alguna, ni la coarta clase alguna de limitación.

Como decimos que Dios es el ser puro y absoluto, sin mezcla alguna de no ser, así podemos afirmar que la Divina Esencia es el integrismo puro en su más alta, filosófica y trascendental significación.

No cabe en Dios más que un infinito y eterno amor al bien, a la par que un infinito y eterno odio al mal; odio y amor que se identifican en un solo atributo suyo, que es el de su soberana y eterna justicia Y de tal suerte ama Dios lo bueno y odia lo malo, que no puede en manera alguna dejar de tener aquel odio y aquel amor, o tenerlos mas remisos o atenuados. No, sino que su propia Divina Esencia le fuerza, por decirlo así, a amar infinitamente lo amable y a odiar infinitamente lo aborrecible, hasta el punto de que dejaría de ser Dios si dejasen de existir en Él ese integrismo del amor a lo bueno y ese integrismo del odio a lo malo.

En este sentido, la palabra integrismo suena como expresión de lo absolutamente perfecto. Bien podemos asegurar que, cuando con divino llamamiento nos convida el Divino Redentor a emular, en lo compatible con nuestra flaca naturaleza, la perfección misma del Padre celestial, con aquel «Estote perfectus sicut et Pater vester coelestis perfectus est», «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», nos convida ni más ni menos que a ser buenos y perfectos integristas.

Y si necesitase yo apoyar esta interpretación con el comentario autorizado de algún grave Doctor de la Iglesia, me lo daría de suma autoridad el insigne hermano de nuestro glorioso Apóstol de las Españas, que nos encarga en su Canónica «ut sitis perfecti et integri ut nullo deficientes», que seamos «perfectos e íntegros sin faltar en cosa alguna».

Y aún podríamos sacar a colación aquel otro texto de San Pablo a Tito, en que le dice «que se muestre a todos como ejemplo de buenas obras en doctrina, integridad y en gravedad»: «Te ipsum præbe exemplum bonorum operum in doctrina, in integritate, in gravitate».

Las ideas de integridad y de santidad son, no análogas sino perfectamente idénticas. El Diccionario de la Academia define la santidad: integridad de vida. Si, como hemos dicho, el integrista por esencia es Nuestro Señor, después de Él son los Santos los grandes integristas del género humano, y al frente de ellos la Reina gloriosísima de todos, María Madre de Dios.

Esta inmaculada integridad es la que más de cerca y con más vivos resplandores refleja la de la Trinidad Beatísima y la de la Humanidad de su Santísimo Hijo, integridad admirable, integridad incomparable, integridad de la que en algún modo podríamos decir con el poeta:

Muestra de lo que el hombre ser podía, Muestra de lo que fue sin el pecado. Pues qué, ¿acaso a nuestra primitiva naturaleza no manchada todavía por la culpa original, no la llaman los teólogos naturaleza íntegra?

Vean, pues, los adversarios del integrismo a qué ideas o conceptos podría creerse se oponen cuando tanto asco y aún quizá horror afectan hacer de esta palabra con que los infelices creen rebajamos.

Mas pongamos, señores míos, este asunto en el mero terreno del buen sentido natural, que es donde más fácilmente se confunde a cierta clase de enemigos. Ese abominable integrismo que a todas horas se nos echa en rostro como un crimen o como una idea sectaria contra la cual son muy merecidos todos los anatemas; ese integrismo, aplicado a otro orden de ideas distinto de las que constituyen el derecho público cristiano, que es únicamente donde horripila, les parece a nuestros enemigos cosa muy digna y honrosa y hasta indispensable.

Veamos algunos ejemplos de esto, que los tenemos como quien dice ahí al ojo, vivos y palpitantes.

Sois comerciante, amigo mío, y creéis que debe procederse en todos los negocios con la más exquisita rectitud y buena fe. No os permitís en eso transacción alguna con la conciencia, ni la toleráis en vuestros gerentes y subordinados. Lleváis la rigidez hasta el escrúpulo, y en vuestros libros, como en vuestra correspondencia, como en vuestro trato verbal, os subleva la idea de que pueda encontrárseos borrón alguno que obscurezca vuestra limpia fama de cumplido caballero. Decidme ahora, ¿sabéis lo que sois con esas ajustadas ideas de escrupulosa conciencia mercantil? Pues sabedlo, aunque os asombre. Sois un integrista. Lo que profesáis y practicáis es sencillamente el integrismo comercial.

Administráis cargos públicos, sois por ejemplo alcalde de vuestra ciudad o aldea; desempeñáis el elevado ministerio de juez de partido o simplemente el más modesto de juez municipal. Y tan alta idea tenéis de estos oficios (realmente muy altos en la república cristiana), que os esmeráis y andáis desvelado día y noche por el más exacto cumplimiento en ellos, y no solamente no torcéis derecho ni lleváis cohecho como dice la antigua frase castellana, sino que, mirando como sagrados los intereses de vuestros administrados, veis en cada uno de ellos y en sus bienes y honra un depósito de que se os pedirá cuenta gravísima ante Dios. Por tanto, ni se os ocurre que pueda ser licita defraudación alguna de él por culpa vuestra, ni que deje de seros imputable hasta la menor negligencia o tibieza en atender a su defensa. Con lo cual realizáis en vos el tipo hermosísimo del buen funcionario público, padre de sus subordinados, y viva imagen sobre la tierra de la justicia y de la Providencia de Dios. Os llamarán, pues, a boca llena un buen alcalde, un probo magistrado, un recto juez. ¿Sabéis, empero, lo que seréis en realidad? Pues ni más ni menos que un pícaro integrista. Profesáis y practicáis muy noblemente el integrismo administrativo y judicial.

Pocas carreras hay tan nobles y caballerosas como la militar. El ciudadano que por defender a su patria y a las leyes se hace, por la profesión de la disciplina, esclavo de los más austeros deberes, jura perder, antes que faltar a ellos, no solamente la propia libertad, que a esa ya renunció desde el principio para hacerse siervo de la Ordenanza, sino el sosiego de toda su existencia, los halagos y afectos más santos de la familia, la propia salud, la vida misma. Así se le ve impávido arrostrar los mayores peligros, endurecerse en las más rudas fatigas, imponerse, como ordinaria y usual, la práctica de los mayores sacrificios. Vive por su bandera y muere por ella. Este hombre, a quien llamará todo el mundo un buen soldado, y a quien tal vez saludará con el dictado de héroe la historia, ¿qué habrá sido al fin? ¡Ah! Sencillamente un integrista, un fanático sectario de lo que podríamos llamar el integrismo de la conciencia y del honor militar.

Sagradas son las leyes de la sociedad conyugal y doméstica. Dios y la Iglesia exigen en eso moral muy apretada, mucho más apretada de la que suele autorizar el mundo, que por desgracia es en eso como en todo muy sospechoso moralista. Conformes vosotros a esas ideas, guardáis y exigís que se guarden la honra y decoro de vuestro hogar con el inviolable respeto de un santuario. No solamente celáis por lo que podríamos llamar orden material de vuestra casa y familia, sino que por su mismo prestigio moral os imponéis e imponéis a los vuestros toda clase de recatos y privaciones. El buen nombre de vuestra esposa, la limpia aureola de la inocencia de vuestras hijas, la intachable reputación de vuestros hijos, os son como prendas que por nada de este mundo permitiréis ver comprometidas. A todo os expondréis, a todo os resignaréis con tal de evitar que mancille la honra de vuestro apellido, no ya solamente una grosera acusación, pero ni una murmuración siquiera, ni la más velada reticencia. Ahora bien, ¿sabéis lo que sois con eso? Pues no pasáis de ser un perfecto integrista, un celador intransigente del integrismo de vuestro hogar.

Salgamos ya, señores míos, de la esfera de las ideas generales en que hasta ahora hemos colocado la cuestión, y concretémonos al punto de vista especialísimo en que la colocan nuestros impugnadores. No son adversarios ni pueden serlo del integrismo esencial y absoluto, que es el ser de Dios. Ni lo son del integrismo participado y relativo, que lo constituyen las virtudes y perfección de sus Santos. Ni hacen asco al integrismo comercial, ni desprecian el integrismo de la magistratura, ni apostrofan de absurdo el integrismo de la disciplina militar, ni aún difaman y escarnecen el sencillo y usual integrismo de los honrados esposos y padres de familia. Antes bien, si se encuentra cualquiera de ellos en alguna de esas últimas categorías, tiene como gran loor ser calificado en ella de perfecto y cumplido integrista. Todo eso lo hallan muy bueno y muy ajustado a la razón y muy conforme a la buena lógica nuestros adversarios. Todos esos integrismos les parecen de perlas. Sólo, ¡oh asombro!, reservan sus iras y santa indignación y horrendos anatemas contra otro integrismo, que es precisamente el fundamental y sin el cual viven al aire, o mejor, caen miserablemente derrumbados por falta de base todos los demás integrismos de que hemos hecho mérito hasta ahora.

Sí, señores míos, el integrismo que aborrecen y de continuo denuestan es el integrismo de los derechos sociales de Cristo Dios, el integrismo de su soberanía divina sobre los Estados como sobre los individuos.

Predicar ese integrismo y defenderlo a todo trance y propagarlo por todos los medios, éste es nuestro pecado, de eso se hace contra nosotros a todas horas formar denuncia, y por eso se anda pidiendo contra nosotros rigurosa sentencia. ¡Se diría que Cristo Dios y su Evangelio tienen menos derecho a ser respetados en la integridad de sus fueros divinos, que las leyes del mercado o de la Bolsa, o las del Código o de la Ordenanza, o simplemente las de la más casera y familiar honradez natural!

Y esa excepción que hacen contra los derechos integristas de la verdad religiosa y social, los que por otra parte tan conformes se muestran en respetar los derechos de los demás integrismos arriba mencionados, resulta más injustificada y a todas luces más absurda, si se considera la idea que hace poco hemos solamente apuntado y que ahora nos permitiremos desarrollar con alguna mayor amplitud.

Hemos dicho que el integrismo de los derechos sociales de Dios y de su Santa Iglesia es lo que podríamos llamar integrismo fundamental. Éste es base y alma y vida de todos los demás integrismos subordinados, y que sin él no tienen razón de ser. Por lo tanto, es ridículo y es ilógico sostener toda otra integridad pública o privada en las relaciones de los ciudadanos entre si, si antes no se deja bien sentada como principio inconcluso esa otra integridad de los derechos de la ley de Dios y de su Iglesia, motejada hoy día por la escuela liberal y transaccionista con el nombre de integrismo.

Sí, dígase lo que se quiera y discúrrase por donde más plazca, lo eterno, lo incontestable, lo fundamental en sana filosofía, será siempre la verdad de que todos los derechos humanos, por respetables que sean, derivan del reconocimiento de un supremo derecho divino.

Si no hay Dios, o si no tengo yo el deber de reconocer y acatar en toda su extensión la autoridad de Dios, tampoco hay hombre alguno que pueda ejercer sobre mí clase alguna de autoridad o en quien deba yo reconocérsela. Y si esta autoridad de Dios puede serle regateada por la humana criatura, o puede serle mutilada en obsequio a humanos intereses y pasajeras conveniencias, o puede ser desatendida en lo que no se acomode al particular criterio o inclinación de cada cual, no veo yo ciertamente razón alguna para que mi libre albedrío no aplique igual regateo a todas las otras autoridades de orden inferior.

No, no veo yo razón alguna por la cual hayan de ser más intransigentes e intolerantes conmigo los derechos del integrismo comercial, llamado Código de Comercio, o del integrismo judicial, llamado Ley de Enjuiciamiento, o del integrismo militar, llamado Ordenanza, o del integrismo doméstico, llamado fidelidad conyugal.

Así, pues, los anti-integristas en el orden de los derechos sociales de Dios, no pueden en buena lógica ser integristas en el terreno de los derechos sociales del hombre.

O se renuncia, por consiguiente, a esos integrismos humanos y subordinados, o debe reconocerse como bueno aquel otro integrismo fundamental y divino. Para salirse de este dilema no hay otra escapatoria que la de la inconsecuencia. No creo acepten como buena esta retirada nuestros contradictores, porque la inconsecuencia, aceptada y reconocida como tal, no es más que la pérdida de todo último resto de pudor en la controversia.

Hoy más que nunca son de gran interés estas consideraciones, porque hoy más que nunca la Revolución tiende al radicalismo, y por lo tanto también toda reacción antirrevolucionaria debe tender al radicalismo.

El egoísmo, la cobardía, el amor a las conveniencias personales procuran, en cuanto les es posible, favorecer y prolongar el reinado de los términos medios, que es el que, como en todo período de transición, ha prevalecido durante los últimos cien años.

Esta suerte de interinidad va a acabarse, señores míos, y bendigamos a Dios, y pidámosle que se acabe cuanto antes. Hemos llegado ya al principio del fin, y presto será preciso aceptar del liberalismo hasta las más duras consecuencias.

La última palabra del liberalismo europeo es gráfica por todo extremo, y de crudeza sin igual. Se llama nihilismo. Advertidlo bien. No se trata ya de escatimarle derechos a Dios en obsequio de una falsa emancipación del hombre; ni se trata solamente de que queden más o menos contrapesados estos derechos absolutos de la soberanía divina por la soberanía de los mal llamados «derechos del hombre». Nada de esto; se aborda francamente el problema, y se dice:

Nada de Dios en la organización social;

Nada de Dios en el régimen de la familia;

Nada de Dios como base y salvaguardia de la propiedad;

Nada de Dios como fuente y regla de la moral;

Nada de Dios como principio y fin del alma humana;

Nada de Dios como esperanza para la otra vida y freno de la presente.

¡Nada! Esta palabra es breve, pero compendiosa, y vale por cien programas. Es la tabla rasa del liberalismo, y es la negación, epílogo y consecuencia definitiva, espantosa sí, pero lógica y racional, de todas sus precedentes negaciones. Este es, señores míos, el nihilismo.

Ahora bien, a esta negación absoluta, ¿qué puede oponerse mejor que una afirmación absoluta? A ese nada audaz de la Revolución, ¿qué otra respuesta decisiva puede dársele, sino el todo de la restauración cristiana?

¿Por qué no ha de decirse de análoga manera:

En todo, los derechos de Dios;

En todo, todos los derechos de Dios;

En todo, todos los derechos de Dios, con todas sus aplicaciones y todas sus consecuencias?

Más claro: si hoy día la Revolución se proclama y es ya el nihilismo, ¿qué debe ser ya la verdadera contrarrevolución, sino el integrismo?

Me admiro, a fe, de que esto no lo vea todo el mundo de esta manera, y de que sean tantos los claros talentos y los corazones que hemos de suponer bien intencionados, a quienes cieguen y seduzcan, como por desgracia vemos tan a menudo, les falsos atractivos del ya viejo, y gastado, y desacreditado moderantismo.

Forzoso será que, muy a pesar suyo, despierten un día de sueño esos bienaventurados mortales, ciegos de conveniencia y sordos de voluntad, pues afectan no ver ni oír lo que tan claro aparece en el horizonte social, y lo que tan fijos y seguros derroteros marca a la propaganda católica de nuestros días.

¡Ah! Señores míos, abramos de una vez los ojos al resplandor de la tea incendiaria con que el infierno se prepara para alumbrarnos. Apliquemos atento oído al no ya lejano, sino muy inmediato rugir del huracán que amenaza con envolvernos, y siquiera eso bueno nos traiga al fin la perversidad revolucionaria, esto es, tenernos muy sobre aviso, y recelosos, y advertidos.

Por eso son más funestos que la Revolución, y, si obran conscientemente, son más criminales que los revolucionarios mismos, aquellos católicos que ante la gravedad de esta crisis social, que no la han visto parecida jamás los pasados siglos, rehúyen por exagerados los movimientos de alarma y los procedimientos de defensa del radicalismo católico, o sea del integrismo, al que califican los infelices de no menos perturbador que el radicalismo de la demagogia.

¡Ah! Nuestros enemigos han acertado también esta vez con la palabra, y también en eso hemos de hacer justicia a su feliz inventiva y a la exacta propiedad de su diccionario. Sí, es verdad: somos perturbadores, y nuestro integrismo es perturbador e inquieto y molesto en demasía.

Perturbador de la falsa paz que anhelan como suprema dicha los hijos del siglo; perturbador de los malhadados ocios de la carne y sangre, que rehúyen hoy como han rehuído siempre las asperezas del combate cristiano; perturbador de conciencias dormidas, de corazones aletargados, de enmollecidas energías, como perturbadores son del descuidado caminante o del aletargado enfermo el grito saludable del amigo, que le advierte a aquél la proximidad del abismo, o el cauterio o revulsivo que a éste le abrasa la piel para despertarle la sensibilidad y devolverle la vida.

El católico a medias hace bien en llamarnos de esta manera, pero quizá no advierte el servicio que con esto presta a la fiera revolucionaria, de la cual se convierte en el mejor aliado y auxiliar. Porque, en realidad, parece ser aliado del ladrón el que, viéndole forzar la puerta, no grita recio y no alborota, por no turbar el pacifico descanso del dueño de la casa; parece ser cómplice del incendiario, el que viendo las primeras llamaradas del incendio, no rompe a gritar: ¡Fuego! ¡fuego! por no perturbar con estos clamores la paz del vecindario.

¡Ah! Señores míos, arde la casa por los cuatro costados, ¿y se quiere que no gritemos ni toquemos siquiera el pito de alarma? Todo lo invade y asuela y saquea la feroz irrupción de nuevas hordas berberiscas, ¿y se pretende que es mejor hacer como que no se ve nada, a fin de que con la alarma no se turbe la bienaventurada paz de los dormidos? A esto se lo llama prudencia, se lo llama moderación, se lo llama deseo de evitar un mal mayor… En el lenguaje del buen sentido de todos los pueblos, a esto nunca se llamó mas que traición o cobardía.

Vosotros, amigos míos y fervorosos socios de esta religiosa Academia, no queréis ser ni traidores a la santa bandera de los íntegros derechos sociales de Dios, ni cobardes en su defensa.

El integrismo ha echado en nuestra nación raíces más profundas que en otra parte alguna, porque menos que en otra nación alguna se conocen en España la deslealtad y la cobardía.

Hoy día este ideal bendito tiene apóstoles en todas las naciones del globo, donde con este mismo o parecido apodo es motejado por la Revolución y por otros complacientes con ella. Los tiene Francia, los tiene Suiza, los tienen Bélgica y Alemania y Austria e Italia e Inglaterra: los tienen nuestras hermanas las Repúblicas del continente americano, al frente de las cuales ha hecho ondear el Ecuador esta bandera, tinta en sangre de García Moreno, que murió por ella. Mas creedlo: si en ninguna de estas naciones le quedase un soldado a la soberanía íntegra de Cristo Nuestro Señor, le quedarían muchos todavía en su fiel España, donde con mayor esplendor que en cualquier otra nación ha reinado en los pasados siglos, y donde con más veneración que en otra alguna del globo ha prometido volver a reinar.

Y si por nuestros pecados aun en esta privilegiada tierra quedase un día completamente avasallado el espíritu íntegramente católico por la malhadada corriente liberal o transaccionista, no lo dudéis: la muerte del integrismo católico en España sería la de nuestra vigorosa nacionalidad, y el último español digno de este nombre sería… el último integrista.