SCALFARI AMPLIA Y CONFIRMA LO DICHO POR BERGOGLIO: LA REVOLUCIÓN DE FRANCISCO HA ABOLIDO EL PECADO

Nueva nota periodística del ateo Scalfari pone a Bergoglio en su justa medida. Lo que dijo, lo que dejo ver y lo que «el mundo» (representado por Scalfari) entiende de este depredador que se hace llamar Francisco…

Esta es la nota completa aparecida hoy en La Repubblica

Vulgaridad? Ramplonería? Decadencia? No solo... UN VERDADERO DEPREDADOR
Vulgaridad? Ramplonería? Decadencia? No solo eso… ES UN VERDADERO DEPREDADOR

LA REVOLUCIÓN DE FRANCISCO HA ABOLIDO EL PECADO

Por Eugenio Scalfari

Fuente: http://www.repubblica.it/politica/2013/12/29/news/la_rivoluzione_di_francesco_ha_abolito_il_peccato-74697884/

Traducción: Yo Vera para Radio Cristiandad

INSISTENTEMENTE se buscan las novedades e innovaciones con las cuales el Papa Francisco está modificando actualmente la Iglesia. Algunos sostienen que las novedades son pura fantasía y las innovaciones, del todo inexistentes; contrariamente, otros subrayan las innovaciones organizativas que no turban todavía la tradición teológica y doctrinaria; otros incluso definen a Francisco, Obispo de Roma como él gusta definirse a sí mismo, un Pontífice revolucionario.

Personalmente me incluyo entre estos últimos. Francisco es revolucionario por varios aspectos de su aún breve pontificado, pero sobre todo por un punto fundamental: ha abolido el pecado de facto.

Jamás se había visto un Papa que hubiera modificado la Iglesia, más bien la jerarquía de la Iglesia, sobre una cuestión de tanta radicalidad, al menos desde el siglo III° en delante de la historia del Cristianismo, y que lo haya hecho operando simultáneamente sobre la teología, la doctrina, la liturgia y la organización. Sobre todo, sobre la teología.

Los críticos del Papa Francisco subestiman sus capacidades e inclinaciones teológicas, pero cometen un burdo error. El pecado es un concepto eminentemente teológico, es la transgresión de una prohibición. Por lo tanto, es una culpa.

La ley mosaica condensada en los Diez Mandamientos ordena e impone prohibiciones. No contempla derechos, no prevé libertad. El Dios mosaico se describe, en primer lugar, a sí mismo: «Honra a tu Dios, no tomarás el nombre de Dios en vano, no tendrás otro Dios fuera de mí».

Después, por analogía, ordena honrar al padre y a la madre. Finalmente, se abre el capítulo de las prohibiciones, de los pecados y de las culpas que estas transgresiones conllevan: «No robar, no cometer actos impuros, no desear la mujer del prójimo (atención: la prohibición está impuesta al varón, no a la mujer, porque la mujer está más próxima a la naturaleza animal y por lo tanto, la ley mosaica atañe a los varones).

El Dios mosaico es un juez y al mismo tiempo es ejecutor de la justicia. Por lo menos, desde este punto de vista, no se asemeja para nada al judío Jesús de Nazareth, hijo de María y José, de la estirpe de David. El Dios mosaico no contempla para nada a ningún Hijo; no existe ni siquiera el más vago indicio de la Trinidad. El Mesías –que aún no ha llegado para los judíos–, no es el Hijo, pero un Mensajero que vendrá a preanunciar el reino de los justos. Ni existen sacramentos ni los sacerdotes que los administren. Aquel Dios es único, es juez, es vengador y es, también, pero muy raramente, misericordioso, suponiendo que pueda definirse que premia al hombre, su siervo, siempre y cuando haya cumplido su ley (?????).

Es Creador y Señor de las cosas creadas. Nada ha existido antes de Él y luego, de allí comienza la creación. Los cristianos han heredado a este Dios transformándolo fuertemente en su esencia, pero haciendo propios algunos aspectos importantes: la prohibición y luego el pecado y la culpa. Adán y Eva pecaron y fueron castigados, Caín pecó y fue castigado, y también sus descendientes pecaron y fueron castigados. La humanidad entera pecó y fue castigada por medio del diluvio universal.

Este es el Dios de Abraham, el Dios de la cautividad egipcia y babilónica, de Asiria, de Babel, de Sodoma y Gomorra. En la sustancia, es el Dios judío, o mucho se le parece, salvo en la predicación de algunos profetas y después, sobre todo, en la evangelización de Jesús.

En los siglos que siguieron, hasta el edicto de Constantino que reconoció la oficialidad del culto cristiano, el pueblo que había seguido a Jesús, ofreció mártires por la verdad de la fe, fundó comunidades, predicó el amor hacia Dios y sobre todo, hacia Cristo que transfirió aquel amor hacia las criaturas humanas, a fin que lo cambiaran con sus prójimos (???).

Así nacieron el ágape, la caridad y la exhortación evangélica: «ama a tu prójimo como a ti mismo».

Este es el Dios que predicó Jesús y que encontramos en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles. Un Dios extremadamente misericordioso que se manifestó con el amor y el perdón.

En la doctrina de los Concilios y de los Papas quedan todavía las categorías del Dios juez, del Dios ejecutor de la justicia, del Dios que ha edificado una Iglesia y, poquito a poco, la separó del pueblo de los fieles. Desde el Edicto de Constantino, han pasado 1700 años y ha habido cismas, herejías, cruzadas, inquisiciones, poderes temporales. Novedades e continuas innovaciones sobre todos los planos: teología, liturgia, filosofía y metafísica. Pero jamás se había visto que un Papa aboliera el pecado. Un Papa que hiciese de la predicación evangélica el punto firme de su revolución, jamás había aparecido en la historia del Cristianismo.


Esta es la revolución de Francisco y esta será examinada a fondo, especialmente después de la publicación de la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, donde la abolición del pecado es la parte más inquietante de aquel recentísimo documento.

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Francisco ha abolido el pecado sirviéndose de dos instrumentos: identificado al Dios cristiano revelado por Cristo con el amor, la misericordia y el perdón. Y después, atribuyendo a la persona humana, plena libertad de consciencia. El hombre es libre y como tal fue creado, afirma Francisco. ¿Qué hay implícito en esta afirmación?

Si el hombre no fuese libre, sería sólo un siervo de Dios y la elección del Bien sería automática para todos los fieles. Sólo los no creyentes serían libres y su elección del Bien sería un mérito inmenso. Pero Francisco no opina así. Para él, el hombre es libre, su alma es libre, incluso si contiene un toque de la gracia dada por el Señor a todas las almas. Este rayo de gracia es una vocación al Bien, pero no una obligación. El alma puede también ignorarla, repudiarla, pisarla y escoger el Mal; pero aquí se siguen la misericordia y el perdón, que son una constante eterna, siendo esta la predicación evangélica como la interpreta el Papa. Siempre que, incluso en el instante previo a la muerte, aquella alma acepte la misericordia. ¿Pero si no la acepta? Si ha escogido el Mal y no revoca aquella elección, no habrá Misericordia y entonces, ¿qué será de él?

Por revolucionario que sea, un Papa católico no puede actuar más allá. Puede abolir el infierno, pero aún no lo ha hecho, incluso si la existencia teológica del infierno es discutida ahora y desde hace siglos. Se puede dar al Purgatorio una función «post-mortem» de arrepentimiento, pero si entrara entonces en el juicio bajo la entidad de la culpa y aún esto es un tema de discusión.


A veces el Papa Francisco se da el gusto de recordar a los fieles la doctrina tradicional, aunque su diálogo con los no creyentes es constante y representa una de las novedades de este pontificado, que ha encontrado sus antecedentes en el Papa Juan [XXIII] y en el Vaticano II.

Francisco no discute sobre los dogmas y habla lo menos posible de ellos. A veces los contradice de manera directa. Ha sucedido al menos dos veces en el diálogo que tuvimos y que espero continuará.

Una vez me dijo, por iniciativa suya y sin que yo le hubiese preguntado nada: «Dios no es católico». Y explicó: «Dios es el Espíritu del mundo. Hay muchas lecturas de Dios, tantas cuantas almas de quien piensa en Él, para aceptarlo cada una a su manera o a su modo para refutar su existencia. Pero Dios está por encima de estas lecturas y por esto digo que no es católico, sino universal».

A mi sucesiva pregunta sobre aquellas alarmantes afirmaciones, el Papa Francisco precisó: «Nosotros, los cristianos, concebimos a Dios como Cristo nos lo reveló en su predicación. Pero Dios es de todos y cada uno lo lee a su manera. Por eso digo que no es católico, porque es universal». Finalmente hubo en aquel encuentro otra pregunta: ¿qué pasaría cuando nuestra especie se extinguiera y no haya ninguna mente sobre la Tierra capaz de pensar en Dios?

La respuesta fue esta: «La divinidad estará en todas las almas y el todo estará en todos». A mí me pareció un paso enérgico de la trascendencia a la inmanencia, pero aquí entramos en la filosofía y me vienen a la mente Spinoza y Kant: «Deus sive Natura» y «El cielo estrellado sobre mí, la ley moral dentro de mí». «Todo será todo en todos». A mí, ya lo acabo de decir, me pareció inmanencia clásica, pero si todos tienen al todo dentro de sí, luego esto podría concebirse como una gloriosa trascendencia (????).

En cualquier caso queda probado que, para Francisco, Dios es misericordia y amor al prójimo y que el hombre fue dotado de libertad de consciencia de sí mismo, de lo que considera como Bien y como Malo.

Pero aquí surge otra pregunta fundamental: ¿qué es el Bien y qué cosa es el Mal? Creo que es imposible dar una definición para ambos conceptos. Sólo una es posible: tanto uno como el otro son necesarios para poder existir recíprocamente frente a un ser vivo que tiene consciencia de sí mismo. Los animales no tienen problema del Mal y del Bien porque no poseen una mente que se ve a sí misma y que se juzga. Nosotros sí poseemos esta mente. Si existiera sólo el Bien, ¿cómo lo definiríamos? Pero si existe también el Mal, la existencia de uno hace la diferencia del otro, como sucede entre la luz y la oscuridad, entre la salud y la enfermedad y, si queréis, entre la existencia y la inexistencia. La nada no puede definirse ni pensarse porque está falta de alternativas.


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«Evangelii Gaudium» no sólo habla de teología. Al contrario, habla mucho más ampliamente de otras cosas, concretas, organizativas, de nuevo revolucionarias. Habla del papel positivo y creativo de las mujeres en la Iglesia. Habla de la importancia de los Sínodos de los cuales el Papa forma parte como Obispo de Roma, «primus inter pares». Habla de la autonomía de las Conferencias episcopales. Habla de la importancia de las parroquias y de los oratorios en los territorios. Inclusive habla de política, ciertamente no en el sentido de los politicuchos, sino como una visión del bien común y de la libertad de cualquier persona para utilizar el espacio público para difundir y confrontarse con las ideas del prójimo. Habla de las desigualdades que van disminuyendo. «No estoy con los ricos, pero quisiera que los ricos se hicieran cargo directamente de los pobres, de los excluidos, de los débiles». Así el papa Francisco. Y, finalmente, habla de la Iglesia misionera que representa el punto central de su revolución. La Iglesia misionera no busca el proselitismo, más bien la escucha, el debate y el diálogo.

Concluyo con una frase que dice todo sobre este Papa, jesuita al grado de haber «canonizado»*** hace unos días a Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía más noble y más discutida entre las Órdenes de la Iglesia y, simultáneamente, por haber asumido el nombre de Francisco que ningún pontífice había usado jamás. Los jesuitas ponen al servicio de la Iglesia su proverbial y no siempre apreciable flexibilidad. Francisco de Asís era, al contrario, integral en su visión de una Orden mendicante e itinerante. La Orden franciscana fue revolucionaria, pero su poder fue limitado; la Compañía de Jesús fue, contrariamente, poderosísima y muy flexible.

Este Papa reúne en sí los recursos de una y otra órdenes y concluye con dos líneas que representan la síntesis de este vínculo histórico: «Es necesaria una conversión del Papado para que éste sea más fiel al significado que Jesucristo intentó darle. No es necesario tener miedo de abandonar las costumbres de la Iglesia no estrictamente ligadas al Evangelio. Es necesario ser audaces y creativos, abandonando, de una vez por todas, el cómodo proverbio: ‘Si siempre se ha hecho así’. Es necesario no cerrar más las puertas de la Iglesia para aislarnos, sino abrirlas para encontrarse con todos y prepararnos al diálogo con otros idiomas, otras clases sociales, otras culturas. Este es mi sueño y esto es lo que intento hacer«.

Este diálogo concierne también y tal vez, sobre todo, a los no creyentes; la predicación de Jesús nos concierne, el amor por el prójimo nos concierne, las desigualdades intolerables nos conciernen. Un Papa revolucionario nos concierne y el relativismo de abrirse al diálogo con otras culturas nos concierne. Esta es nuestra vocación al Bien que debemos perseguir con constante propósito.


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*** Algunos lectores me imputan un error en aquel lugar de mi artículo de hoy donde he escrito que el Papa Francisco ha «canonizado» a Ignacio de Loyola. Probablemente he usado mal el verbo «canonizar», que significa promover la santificación. Ignacio en realidad fue hecho santo por iniciativa del Papa Gregorio XV en 1622. Al usar aquella palabra, quería señalar que el Papa Francisco subrayó la importancia del fundador de la Compañía de Jesús, marcando así aún más el vínculo entre la veneración que él tiene por San Ignacio y la elección de Francisco de Asís que representó una concepción completamente distinta de la Iglesia. Me disculpo con los lectores por la imprecisión léxica (Eugenio Scalfari).