MONS. OLGIATI- EL SILABARIO DE LA MORAL CRISTIANA: CONCLUSIÓN – FINAL DE SERIE

MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI

EL SILABARIO DE LA MORAL CRISTIANA

CONCLUSIÓN

Acude a la memoria del que, después de haber contemplado nuestra ética en su espíritu animador y después de haber sentido sus íntimas palpitaciones, vuelve a pensar en los diversos sistemas filosóficos que han querido trazar a la humanidad una norma de vida, la observación de Alejandro Manzoni en su Moral Católica:

«Es un hecho por desgracia demasiado verdadero que, después del Cristianismo, algunos filósofos se han afanado aún en querer sustituir su Moral por otra. Semejantes a quien encontrándose con una muchedumbre sedienta y sabiendo estar cerca de un gran río se detuviese en fabricar, con procedimientos químicos, algunas gotitas de un agua que no apagara la sed, han procurado encontrar una razón suprema y una teoría completa de la moral absolutamente distinta de la teología. Al encontrarse con alguna importante verdad moral no han recordado que ésta les había sido enseñada y era un fragmento o una consecuencia del catecismo; no han advertido que sólo han alargado el camino para llegar a la misma y que en lugar de haber descubierto una ley nueva han despojado de su sanción una ley ya promulgada».

En todo sistema de moral hay verdaderamente un punto luminoso, un rayo de verdad y éste atrae, fascina, seduce a las inteligencias atropelladas. Así, por ejemplo, a los Escépticos que niegan la seriedad de la vida les responderá el vanitas vanitatum de Salomón, es decir, la afirmación de que las cosas de la tierra, separadas del Absoluto nada son y nos inmergen en las ondas del relativismo, del «diletantismo», del pesimismo.

Cuando el concepto de lo útil trata de destruir el concepto del bien, tenemos también algo de verdad que el Utilitarismo ilustra con todos sus esfuerzos: la virtud produce en efecto la felicidad de los individuos y de los pueblos.

Kant, que con riguroso exclusivismo se detiene en el deber y excluye toda idea de utilidad, no hace otra cosa que proclamar que el valor moral del acto no debe ser juzgado en la exterioridad, sino en la intimidad de su espíritu.

Nietzsche, que ensalza al Superhombre, expresa a su modo la profunda necesidad que experimentamos de elevarnos sobre nuestra miseria y nuestras deficiencias y de aspirar a la divinización.

Hegel y los idealistas, para quienes el individuo no es sino un momento del Todo, subrayan el grave error de una visión atomística del universo y por ende de la orientación egoísta del individuo.

Para decirlo con el poeta lombardo, son todos «fragmentos» de verdad mezclados con exageraciones y despropósitos.

No debe olvidarse la ventaja que el estudioso puede obtener de su meditación: en efecto, conviene hacer atravesar un prisma de cristal por un rayo de sol para descomponerlo en muchos colores distintos que de otro modo nuestros ojos no pueden percibir.

Más aun, la futura historia de la moral deberá escribirse precisamente no ya con el criterio negativo de la refutación, sino con las serenas preocupaciones de una crítica constructiva que recoja pacientemente todos los rayos de luz, organice sistemáticamente todos los fragmentos de verdad y al fin muestre cómo la moral divina del Amor sintetiza todos los resultados de las ideologías humanas e infinitamente los supera.

Pero la historia de la moral, que nos dará el porvenir, no será sólo un examen filosófico de sistemas: necesariamente será la historia del Amor en los siglos cristianos.

Como Jesucristo, diferenciándose de los pensadores, no se ha limitado a enunciar una doctrina admirada por muchos, pero practicada por pocos, sino también ha instituido una sociedad que hace casi dos mil años se inspira en su moral, es evidente que para comprender la moral del Amor debe considerársela no tanto en las fórmulas abstractas, cuanto en la realidad de la vida vivida.

Este pequeño libro no podría tener más conclusión que un esbozo, un sumario, un índice de un próximo Silabario de historia de la Iglesia, que indique cómo la vida del Cristianismo es la historia del Amor y que quien no lo entiende así, está destinado a no penetrar jamás en la esencia de nuestra religión.

El dogma nos ha cantado el Amor; todos los preceptos de la moral los hemos visto vivificados por el Amor; el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, no es, ni puede ser sino el triunfo del Amor en el tiempo, que prepara las victorias del mismo en los años eternos.

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1

Dos métodos históricos

Digamos inmediatamente que se pueden seguir dos métodos en el estudio de la historia del Cristianismo.

En general, se considera a este último en sus manifestaciones exteriores y entonces dividimos los siglos cristianos en épocas y cada época en hechos y en vicisitudes.

Tenemos así el Cristianismo en la época de los bárbaros, el Cristianismo en la Edad de Hierro, el Cristianismo en la Edad Media, durante el Humanismo y el Renacimiento, en el período de la Reforma, del Iluminismo, de la Enciclopedia, de la Revolución Francesa, del siglo decimonono, de los primeros decenios del siglo XX.

Sin embargo, no es ésta la verdadera historia, como yo no conocería aún la historia de una persona, si me contentase con recoger un mundo de fotografías del párvulo en la cuna, del pequeño en pañales, del niño, del joven y así sucesivamente; ni tampoco la conocería, si reuniese en escrupulosa crónica toda la narración de los actos y de las vicisitudes del mismo individuo. Tendría así un material óptimo, precioso, necesario, pero mientras no llegue a penetrar en el alma y en el corazón de esa persona y todavía ignore la única fuente interior de la que han surgido todas las actitudes externas en las diversas situaciones de hecho, no tendré ante mí una persona conocida, sino un enigma misterioso que debo descifrar.

No puede comprenderse la verdadera historia del Cristianismo, si no se penetra en su vida profunda.

Jesús está unido a sus discípulos y este místico organismo animado por el Espíritu Santo se desarrolla en los tiempos. Más que entretenerse en los fenómenos externos, conviene descender a la sobrenatural fuente vivificadora, que une a todas las almas en Cristo, las hace vivir una vida divina y hace llegar a cada una la savia vital.

En suma, queremos la historia del Cristianismo en su íntima unidad, no únicamente en la multiplicidad de las manifestaciones exteriores.

Partiendo de aquélla, se aclaran también éstas: no se confunde la vida de Cristo en la Iglesia con las culpas y los errores de quien, aunque sea bautizado o, si se quiere, sacerdote u obispo o papa, no vive la vida cristiana; no se despedaza en mil partes la unidad orgánica de la vid con sus numerosos sarmientos, que, a través de los siglos, prosigue con ininterrumpida continuidad produciendo pámpanos y frutos de incesante riqueza.

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2

El amor de Dios y la historia del Cristianismo

Si colocados no fuera del Cristianismo, sino en el mismo Cristianismo, conocedores de la Unión de Cristo con todos los fieles y de la humanidad con Dios, queremos trazar el desarrollo de esta planta majestuosa cuyas raíces se arraigan en la antigüedad, podemos describir su historia del siguiente modo:

a) En el principio era el Amor. Y sólo por amor Dios ha creado el universo y ha elevado al hombre a la dignidad de la divinización.

Pero el hombre no respondió al Amor con el amor, sino que con el pecado original inició la serie de sus rebeliones contra el amor de Dios.

Las civilizaciones paganas representan el esfuerzo del hombre para vivir según la ley de los diversos egoísmos, no según la ley del amor divino.

La misma idolatría consiste sólo en considerar como centro del mundo a las creaturas que eran proclamadas divinidades en lugar de Dios.

Sólo el pueblo elegido conservaba la visión clara del mal cometido, de la reparación necesaria, del Mesías esperado, en una palabra, del Amor de Dios que habría unido así los corazones de los hombres.

b) En la plenitud de los tiempos apareció entre nosotros el Dios Salvador nuestro en su benignidad y en la humanidad: y, como Dios es caridad, vivió una vida de amor. La escena de la Encarnación, el Pesebre de Belén, las oraciones de la vida privada, los prodigios de la vida pública, el Cenáculo eucarístico, el Huerto de los Olivos, la columna de la flagelación, la corona de espinas, la Cruz del Calvario, las palabras de la agonía fueron un divino canto de amor.

Compendió su doctrina en una palabra: ¡Amarás! Amar a Dios sobre todas las cosas; amar al prójimo por amor a Dios; rogar a Dios llamándolo con el dulce nombre del amor, o sea, «Padre Nuestro»; existir y vivir todos en el Amor, el Amor del Hijo encarnado que nos une a Sí, el Amor del Espíritu Santo que nos santifica, el Amor del Padre que con el Hijo y el Espíritu está unido a nosotros; vivir de Amor en la tierra para prepararnos una eternidad de Amor inefable; he ahí la doctrina de Cristo.

c) Resucitó de la muerte, porque el Amor no teme piedras sepulcrales; envió al Espíritu Paráclito sobre el grupo de sus elegidos, o sea, sobre los Apóstoles del amor. Llamas de fuego, símbolo de este Amor sobrenatural, transformaron a la pequeña Iglesia naciente; y del Cenáculo salieron todos para hacer resonar hasta en los extremos confines de la tierra el anuncio del Amor de Dios hacia nosotros y el llamamiento a los hombres para que todos amen a Dios.

«El Amor de Dios —exclama en su epístola a los Romanos Pablo de Tarso, defensor del principio universal del Amor contra los derechos egoístas del judaísmo— está difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros…»

Y hablando a los cristianos de Corinto dice: «Aunque hablase el lenguaje de los hombres y de los ángeles, si no tengo el Amor, no soy sino un bronce que resuena y un címbalo retumbante. Y si tuviese el don de profecía y conociese todos los misterios y todas las ciencias, y tuviese toda la fe necesaria para poder transportar las montañas, si no tuviese el Amor, nada soy. Y aunque distribuyese todos mis bienes para alimentar a los pobres y abandonase mi cuerpo para ser devorado por las llamas, si no tengo el Amor, de nada me sirve… Haced todo en el Amor… Y si alguno de vosotros no ama al Señor, ¡sea anatema!… ¡Mi amor a todos vosotros, en Cristo Jesús!»

Y en la epístola a los Romanos escribe: «Dios hace resplandecer su Amor por nosotros, pues, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros… ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada?… No: todo esto lo superamos por Aquél que nos ha amado. Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni el presente, ni el futuro, ni la fuerza, ni la altura, ni la profundidad, ni creatura alguna podrá separarnos del Amor de Dios, que está en Cristo Jesús, nuestro Señor».

Cada palabra del Apóstol de las gentes es una palabra de amor, sea que explique el misterio de nuestra incorporación a Cristo, sea que envíe a Filemón el esclavo Onésimo huido de su casa.

Y San Juan urge en sus Epístolas: «Amados, el Amor procede de Dios y quien ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama, no ha aprendido a conocer a Dios, pues Dios es Amor. El amor de Dios hacia nosotros se ha manifestado de este modo: Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que por medio de Él tuviésemos la vida. Y su amor se conoce en esto: no somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino Dios es el que nos ha amado a nosotros y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados…» «Amados, si Dios nos ha amado a nosotros de este modo, nosotros también debemos amarnos los unos a los otros… Si nos amamos mutuamente, Dios habita en nosotros…» «Éste es el anuncio que habéis escuchado desde el principio: que nos amemos los unos a los otros, y no hagamos como Caín… Nosotros, porque amamos a nuestros hermanos, sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida. Quien no ama, permanece en la muerte… En esto hemos aprendido a conocer el Amor: Jesús dio su vida por nosotros, y nosotros también debemos dar la vida por nuestros hermanos… Es éste el mandamiento que hemos recibido de Él: quien ama a Dios, debe amar también a su hermano».

d) Por primera vez se propagaban esos acentos por todas partes. Cuando los labios de los Apóstoles pronunciaban el dulce nombre de «hermano», los corazones intuían algo nuevo en el mundo, con lo que no podían compararse ni el arte, ni el pensamiento de Atenas, ni las águilas de Roma. Y comenzó la lucha: de un lado el reducido ejército del Amor; del otro todas las fuerzas humanas rebeladas contra Dios y consagradas a su egoísmo. El encuentro era inevitable: y fueron tres siglos de persecución con sus innumerables mártires.

«Contemplad —exclama el Padre Monsabré— los rosales cortados antes de ofrecer sus flores. — ¡Os saludamos, amados inocentes, primicias de la humanidad perseguida! ¡Os saludamos, pequeños queridos, que en este mundo sólo conocisteis a Cristo y a vuestras madres, en cuyos brazos moristeis por Cristo!

Contemplad los inmaculados lirios. —¡Os saludamos, oh vírgenes, amantes fieles del mejor y más santo de los esposos! ¡Os saludamos, admirables hijos, que a la vestidura de la castidad añadisteis el real manto empurpurado con vuestra sangre!

Contemplad los fecundos olivos. —¡Os saludamos, incomparables mujeres, cuyo amor materno fue vencido por el sumo de los amores!

Contemplad los humildes arbolitos. —¡Os saludamos, esclavos! ¡Os saludamos, hombres del pueblo! ¡Os saludamos hombres que salisteis de la nada, de la oscuridad y de la abyección y habéis ascendido hasta la sublime confesión de la fe!

Contemplad las soberbias palmeras —¡Os saludamos, nobles! ¡Os saludamos, patricios! ¡Os saludamos, príncipes de este mundo, que voluntariamente descendisteis de la gloria al oprobio y de las delicias a los dolores!

Contemplad los cedros del Líbano. También los cedros han caído. —¡Os saludamos, sacerdotes! ¡Os saludamos, pontífices! ¡Os saludamos, apóstoles de la buena nueva, los más elevados en la luz y los primeros en la muerte!»

Esta falange de mártires ha vencido. La palabra de orden de cada uno de esos héroes es la que brotó de los labios de la virgen Inés: «Amo Christum!»

Los hijos del Amor vencían muriendo. Inútilmente las Catacumbas multiplicaban sus sepulcros. Así como en Jerusalén después de tres días resonaba el anuncio de la resurrección, así también en Roma después de tres siglos el Amor salía victorioso de los corredores subterráneos; en el cielo el emblema del Amor —la Cruz— aparecía a Constantino y en él estaba escrito: In hoc signo vinces. La victoria es segura en el Amor.

e) Comenzó entonces el segundo combate con mayor encarnizamiento y los Herejes ocuparon el lugar de los perseguidores.

La historia de las herejías demuestra con luz meridiana la verdad siguiente: puesto que el dogma es la síntesis del Amor de Dios hacia nosotros, toda herejía es una negación de amor.

Desde los gnósticos que querían sustituir la revelación del Amor eterno con una filosofía inútil y engañadora, hasta los montañistas que opusieron su insensato rigor a la bondad de Cristo; desde los arrianos que al destruir la divinidad del Verbo negaban el misterio de amor de la Encarnación de Dios, hasta los pelagianos que refutaban o falsificaban el amor infinito de Dios manifestado en nuestra elevación al orden sobrenatural; desde los monofisitas y monotelitas hasta los jansenistas de los últimos siglos, encontramos siempre este fenómeno: el hereje no cree en el Amor.

f) Los Padres de la Iglesia nos presentan el espectáculo opuesto. Para examinarlos y comprenderlos verdaderamente, se necesita la clave del Amor.

Para comprender a San Agustín, es necesario definirlo el Padre de la gracia, o sea, del amor de Dios que nos eleva a la dignidad de hijos suyos. Para comprender la elocuencia de San Juan Crisóstomo, es necesario tomar su frase: «el corazón de Pablo es el corazón de Cristo» para aplicársela a él. Y cuando, habiendo hecho los godos enorme número de prisioneros después de la derrota de Valente, San Ambrosio quiso ayudar a los infelices convertidos en esclavos y no sólo dispuso a favor de éstos de sus bienes, sino también trocó en barras de oro los tesoros de los templos, envió diputaciones de ciudadanos a los bárbaros y obtuvo el rescate de muchos y cuando ante el reproche de los microcéfalos respondió: «Es mejor que los altares estén adornados con almas vivas, que con vasos preciosos», el gran obispo de Milán no hacía sino repetir con la acción su enseñanza de amor.

g) Más tarde los bárbaros, flagelo de las tierras cristianas, sembraron doquiera la ruina y la muerte.

Las espantosas invasiones de esas hordas salvajes, las ciudades destruidas, los habitantes asesinados o reducidos a la esclavitud, los incendios y los estragos hicieron inflamar más y más la antigua llama en la Iglesia.

El amor de Cristo afrontó a los feroces conquistadores, los convirtió, los transformó. San León Magno frente a Atila y toda la serie de obispos, desde San Eusperio a San Lupo, desde San Germán a San Aurelio, desde San Egnano a San Germiniano, que desafiaron las iras de los bárbaros, no eran sino los símbolos del Amor cristiano que venció a la violencia brutal. En San Remigio, que en la catedral de Reims confiere el bautismo a Clodoveo; en nobles y egregias damas, como Clotilde y Teodolinda, que tanto hicieron por la conversión de reyes y pueblos; en todos los generosos que contribuyeron a la regeneración del bárbaro mundo invasor, saludamos al Amor. Y la tregua de Dios, el derecho de asilo, las órdenes de Caballería y otras cien instituciones nacidas en siglos de odio y de prepotencia, en que era necesario educar a las fieras humanas en la caridad de Cristo, fueron inspiraciones del amor cristiano.

h) Toda la historia de las Misiones, desde los primeros tiempos de la Iglesia hasta nuestros días, se resume en una palabra: el Amor. San Gregorio Magno que envió cuarenta monjes a Inglaterra para convertir a sus pueblos, no envió sólo cuarenta hombres, sino que con ellos envió también el Amor.

Y aun hoy, cada vez que un misionero llega al centro del África o a una aldea de China llevando una cruz, sólo encontramos la explicación de su heroísmo en este secreto siempre antiguo y siempre nuevo.

En nuestras iglesias, por la noche, brilla siempre una lámpara delante del Tabernáculo; en el mundo, entre las tinieblas de la barbarie, estos corazones de apóstoles, semejantes a lámparas vivientes encendidas por el Espíritu Santo, difunden rayos de luz y de salvación.

i) En dos siglos después de Cristo no puede encontrarse algo verdaderamente cristiano, que no se reduzca al amor a Dios y a los hermanos. La virginidad fue y es un grito de amor. Los anacoretas y los monjes en los desiertos y en los claustros con sus maceraciones y con sus oraciones alimentaron la llama del Amor. Y si, por ejemplo, los hijos de San Benito realizaron prodigios; si los monasterios de Montecasino en Italia, de Pulda en Alemania, de San Galo en Suiza, de Aniano en Francia, fueron oasis de fe y de civilización, débese al Amor que ardía en sus almas y los hacía apreciar, conservar y desarrollar los mismos valores humanos.

J) Se explica entonces toda la obra de caridad individual y social que ha caracterizado siempre al Cristianismo. Se comprende también el verdadero y único método cristiano.

Así, por ejemplo, para la redención de los esclavos la Iglesia no ha recurrido al arma de la rebelión y del odio de clases, sino al principio de la caridad.

Con el dogma de la igualdad de todos los hombres en los deberes morales y religiosos respecto de Dios transformó virtualmente la esclavitud: el amor no tuvo ya ante sí una cosa, sino una persona, un alma redimida con la Sangre de Cristo; su autoridad sobre el esclavo era, por ende, limitada; su matanza, prohibida; la santidad, la monogamia, la indisolubilidad del matrimonio de los esclavos, reconocida; su trato, mitigado.

Una revolución interior fue la levadura de la regeneración civil que debía ser su consecuencia natural; fue la causa de numerosas iniciativas privadas y públicas para la redención cristiana de los esclavos desde los actos de espontánea liberación en masa de parte de los amos, al rescate por la beneficencia y la obligación de libertarlos voluntariamente contraída por los clérigos; desde la venta de los bienes y de los adornos de las iglesias, a la fundación de órdenes religiosas para redimirlos; desde las dignidades eclesiásticas y civiles conferidas a los esclavos, a la obra emancipadora universal del papa Gregorio Magno, preparada y seguida por más de doscientas decisiones autorizadas de Concilios, de Pontífices y del Derecho Canónico.

Y cuando las oblaciones de los fieles y las donaciones de tierras y casas formaron un gran patrimonio eclesiástico, la Iglesia, poniendo en práctica su doctrina de la función social de la propiedad, inició un nuevo período de redención de las clases humildes.

Implantó la enfiteusis, o sea, el dominio útil de casas, campos, granjas y bosques concedido por la Iglesia a particulares, ya por un tiempo determinado, ya generalmente a perpetuidad, mediante un exiguo canon anual. Y de este modo muchos trabajadores llegaron a ser propietarios e iniciaron su fortuna.

Implantó los censos, por los que la Iglesia cedía a particulares casas, granjas y campos mediante el módico desembolso de una parte del precio fijado, dejando en su poder el resto del precio con la obligación de pagar los frutos. Con este medio una persona podía poseer, adquirir varios lotes, trabajarlos, fertilizarlos y obtener óptimos beneficios.

De ahí derivaron también nuevas costumbres civiles, que daban al pobre derecho de recoger frutos, leña y carbón, de segar para heno, sacar piedra y además el derecho de pastoreo, de sembrar terrenos no cultivados, de cultivar pequeñas parcelas, etc.

Pero como la Iglesia no podía imponer a todos los propietarios estas reformas sociales por ella practicadas, recurrió a otro medio de redención económica con la asociación del capital y del trabajo, haciendo surgir los arrendamientos y las aparcerías, en que el propietario contribuía con la propiedad, las casas, el ganado, el capital, la maquinaria, los anticipos de gastos, y los trabajadores con el trabajo, dividiéndose después los frutos por mitades.

Ni olvidó tampoco a los artesanos, haciendo triunfar con éstos el principio de la organización y suscitando las Corporaciones de artes y oficios animadas por el soplo del Cristianismo.

No podemos indicar aquí, ni en compendio, lo que han producido los principios cristianos del Amor en el orden social en veinte siglos de historia.

Todas las instituciones de caridad nacidas en todo tiempo, inspiradas y creadas por la religión, que sustituyeron a los antiguos circos, coliseos y anfiteatros; los hospitales, las inclusas, los asilos de huérfanos, los institutos para ancianos, ciegos, sordomudos, dementes, abandonados, para toda clase de dolor y desventura; los que, como Vicente de Paúl, Camilo de Lelis y Cottolengo, han promovido millares de obras benéficas destinadas al alivio de los humildes y de los infelices; las mismas instituciones económicas y sociales, desde los Pósitos Píos y los Montepíos hasta las modernas obras de asistencia y nuestras organizaciones profesionales de trabajadores nacidas en diversos países; todo esto proclama la fecundidad del Amor cristiano y nos hace comprender la importancia esencial que conserva para el porvenir.

k) Con toda evidencia aparece que el Cristianismo es la epopeya del Amor. Y proclama Santos a los que más han amado a Dios, más se han sacrificado por el prójimo; a los que todo lo han hecho por amor y han transformado su existencia en un himno de amor. Cada santo tiene su fisonomía especial: no hay en el cielo de la santidad dos figuras idénticas; pero el alma es la misma y le comunica ese elemento divino común a todos.

Más aun: uno de los medios eficaces para escribir la historia de la Iglesia podría ser éste: seguir durante los siglos la historia de los santos, quienes viviendo en su tiempo han aplicado en grado heroico la moral del Amor.

l) Por lo demás, si alguien prefiere otro método, podría dirigir su mirada a cada siglo en particular.

Tomemos el siglo XII iniciado por San Francisco, el Santo que tal vez más ha amado a Jesucristo, y por Santo Domingo de Guzmán, otro serafín de amor.

En él Tomás de Aquino alcanzará al Amor en alas del pensamiento, robustas como alas de águila; y no sólo su vida, su muerte y su comentario del Cantar de los Cantares escrito en el lecho de su agonía, serán un misterio para quien lo considere un frío intelectual, sino también su mismo inmortal sistema no será intuido en su alma por quien prescinda del Amor que iluminaba su mente soberana.

Buenaventura de Bagnorea, el Doctor seráfico, señalará en el mismo Amor el camino de la inteligencia para llegar a Dios.

Desde los monasterios de Alemania responde el saludo de Santa Gertrudis y de las dos Matildes al Corazón de Cristo y resonarán maravillosos y vibrantes cantos de amor, como siempre fueron los acentos de los místicos, hermosos como basílicas, cuyas agujas entonces lanzadas al azul del cielo proclamaban el amor de los hombres a Dios.

Dante cierra este siglo con su poema del Amor. El poeta de nuestra tierra sube con progresiva ascensión a lo alto, «donde siempre mora el Amor».

Lo guía San Bernardo, el eximio cantor del Amor divino, quien lo había entusiasmado con su delicado y suave poema, con el comentario del Cantar y le sugirió el final de la Divina Comedia. «Elevaremos los ojos al primer Amor», al «¡Amor que mueve al sol y a las demás estrellas!»

m) En los siglos cristianos, cuando el Amor se afirma y todo lo abrasa, encontramos períodos de propagación, glorias de conquistas espirituales, serenos horizontes de paraíso. Cuando el Amor se debilita y se extingue, tenemos lúgubres ocasos y desolados inviernos.

Los papas y los obispos que se encaminaban al martirio perdonando, bendiciendo y amando, hacían florecer a su paso frescas rosas primaverales y cándidos lirios. Pero en las épocas en que, mientras la mano izquierda empuñaba el báculo, la derecha blandía una espada, encontramos la infamia de la simonía y del concubinato y la lucha por las investiduras.

El Humanismo y el Renacimiento prepararon la cuna de la Reforma, porque el amor de las cosas humanas y de la humana grandeza hizo olvidar demasiado a Dios y al Amor sobrenatural. Sin embargo no debe creerse que ése sea únicamente el tiempo de Alejandro VI; no: fue también la época de las Compañías del divino Amor y de los santos más inflamados de amor a Cristo y a los hermanos.

Contra Lutero Dios suscitó a Ignacio de Loyola, quien a la estúpida teoría de la justificación mediante la sola fe opuso la solemne afirmación del deber de tender a Dios con toda nuestra actividad; y esta nota activa no sólo inspiró sus Ejercicios Espirituales, sino también animó a la Compañía de sus valerosos hijos.

Contra Calvino, negador del amor de Dios, quien se forjaba un Dios feroz con las necias fantasmagorías de la predestinación, se alzó Francisco de Sales con su Traité de l’amour de Dieu para iluminar con dulzura la misericordia, la bondad y la facilidad del amor divino.

Y alrededor de ellos se alzó toda una pléyade de almas grandes.

Se alzó el Borromeo, quien demostraba el amor del buen pastor por su ovejuela, a la que curaba de la ignorancia religiosa y de la moral relajada, aliviaba en las necesidades ocasionadas por la miseria y asistía en los estragos de la peste.

Se alzaron Felipe Neri con su amor a la juventud y Camilo de Lelis con su amor a los enfermos; se alzaron los Somascos, los Teatinos, los Escolapios, los Barnabitas que se consagraban al pueblo, a los huérfanos, al culto divino, a la Juventud estudiosa, a las escuelas populares y así sucesivamente; eran éstos los verdaderos reformadores, que basaban su construcción en el Amor.

Entre tanto Juan de la Cruz y Teresa de Ávila entonaban un himno al Amor, que en verdad jamás morirá.

Y surgió otro hereje, o sea, otro enemigo del Amor; surgieron Jansenio y sus sombríos secuaces, que quisieron presentar a Dios como perennemente irritado contra los hombres, severo en escudriñar sus menores culpas, rigidísimo en el castigo, implacable en el rechazo de las gracias e imaginaron un Jesús con cerrados y amenazadores puños. No importa.

La nación, donde el jansenismo hizo sus avances más rápidos, fue la tierra de María Margarita y del padre de la Colombière; fue la tierra donde Jesús mostró su Corazón, diciendo: «He aquí el Corazón que tanto ha amado» y donde imploró amor, donde Alejandro Manzoni debía volver a encontrar su perdida fe para convertirse luego en el cantor de la Moral Católica.

El Iluminismo y la Enciclopedia prepararon la Revolución Francesa y mientras funcionaba la guillotina, los monos del amor cristiano gritaron: libertad, igualdad, fraternidad.

El Humanitarismo quería ocupar el lugar del Cristianismo; la Aufklärung, el Progreso, la Civilización, la Cultura moderna, la Razón pretendían ofuscar con sus esplendores las llamas del Amor de Cristo.

El siglo XIX procuró continuar la obra sofocadora del Amor cristiano con todas las armas —desde la historia a la ciencia, desde la literatura y las artes a la filosofía, desde la democracia anticlerical a la prepotencia de los gobiernos—. Pero ¡ay! El resultado está admirablemente descrito por Giovanni Papini en el soberbio capítulo que cierra su Historia de Cristo.

En ningún tiempo, de cuantos recordamos —afirma— la abyección ha sido tan abyecta y el ardor tan ardiente. La tierra es un Infierno iluminado por la condescendencia del sol. Ha estallado el conflicto europeo; y del fango en que se habían sumergido, los hombres se levantaron «frenéticos y desfigurados para arrojarse al bermejo hervor de la sangre con la esperanza de purificarse. Inútilmente. El amor bestial de cada hombre por sí mismo, de cada casta por sí misma, de cada pueblo por sí solo, es aún más ciego y gigante después de los años en los que el odio cubrió la tierra con fuego, con humo, con fosas y con osamentas. El amor a sí mismo ha centuplicado el odio después de la hecatombe universal y común: odio de los humildes contra los poderosos, de los descontentos contra los inquietos, de los asalariados ensoberbecidos contra los patrones sometidos, de los grupos ambiciosos contra los grupos decadentes, de las razas hegémonas contra las razas vasallas, de los pueblos subyugados contra los pueblos subyugadores… La especie humana que se retorcía en el delirio de cien fiebres, en los últimos años se ha enloquecido. Todo el mundo resuena con el fragor de los escombros que se derrumban; las columnas están hundidas en el fango y las mismas montañas lanzan de sus cimas aludes de pedrisco que nivela malignamente la superficie de la tierra. También los hombres que habían permanecido intactos en la paz de la ignorancia, han sido arrancados violentamente de sus valles de pastura para arrastrarlos al rabioso tumulto de las ciudades a emporcarse y sufrir.

Por doquier un caos de convulsión, un alboroto sin objeto, un hormigueo que inficiona el aire pesado, un malestar descontento de todo hasta del mismo descontento. Los hombres en la siniestra embriaguez de todos los venenos son consumidos por el ansia de dañar a sus hermanos en sufrimiento, y con tal de salir de esta pasión bastarda buscan en toda forma la muerte.

Las drogas alucinadoras y afrodisíacas; las voluptuosidades que destruyen y no sacian, el alcohol, el juego, las armas terminan diariamente con millares de los que no fueron diezmados…

Nunca como ahora hemos sentido la sed abrasadora de salvación espiritual.

¡Tenemos necesidad del Amor! Y las conciencias angustiadas, temerosas y ansiosas saludan hoy todo lo que anuncia la futura resurrección.

Nadie querría postrarse ante la Diosa Razón; al contrario, las muchedumbres se dirigen a la Inmaculada de Lourdes. Una agitación sobrenatural sacude al mundo entero al aparecer una pequeña alma, como Teresa de Lisieux, que vive de amor y muere de amor.

Las voces anunciadoras del retorno a la unidad de la Iglesia en brazos del Amor van multiplicándose en las distintas Confesiones protestantes. El movimiento misional se intensifica cada vez más; y en Roma desde lo alto del Vaticano Pío XI, entre los aplausos del mundo, ensalza la Realeza de Cristo.

Los pueblos de la tierra se encaminan en piadosa peregrinación hacia Él, el Vicario del Dios de la caridad como al único que tiene palabras de vida eterna. A Él, después de las desilusiones sufridas y los desengaños encontrados, muchos dirigen una vez más sus anhelosas miradas.

Cuando, en una hora histórica de renovación, las puertas de San Pedro se abren de par en par después de varios decenios y sale el blanco Pontífice con la Hostia del Amor, individuos y naciones olvidan un pasado de orgullo, de miserias y de rebeliones, y se dirigen a un futuro que señalará las glorias de Cristo Rey.

Es ésta la moral cristiana vivida; es éste el Cristianismo que en sus dogmas, en su ética, en su historia se nos manifiesta siempre Amor. Y no sin profunda significación en nuestra Italia una Universidad Católica al inaugurar su vida y su actividad, proponiéndose sintetizar todo el saber e inspirarlo con alma cristiana, ha creído deber suyo escribir con caracteres de oro en el frontispicio de su portada el nombre del Sagrado Corazón, o sea, del Amor. Este nombre es un ideal, una esperanza, un programa.

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3

CONCLUSIÓN

Quizás alguien, después de esta visión, se preguntará cómo veinte siglos de moral Cristiana han dejado en las conciencias y en los pueblos tantos odios y tantas bajezas.

Pero la objeción es superficial. El Cristianismo ha sugerido, suscitado y promovido numerosas conquistas no sólo en las instituciones sociales y en la vida civil, sino también en todo terreno; pero debe observarse al mismo tiempo que la moral del Amor no es un combate que pueda librarse una vez por todas.

Cada hombre que viene al mundo, cada pueblo que se forma, tiene que plantear, estudiar y resolver su problema. Cada persona y cada nación tiene sus luchas cotidianas que se renuevan continuamente bajo nuevas formas y que hemos tratado de presentar en este Silabario en su realidad.

En moral no somos cristianos una vez por siempre: mientras vivimos en la tierra, debemos conservarnos tales y ser cada día mejores cristianos. La educación de los individuos y de los pueblos tiende precisamente a fortificar las almas para este combate cotidiano sostenido con la gracia divina, que por una parte se constituye en asilo nuestro y por otra es nuestro mérito y nuestra gloria.

No basta, por ende, haber nacido en una tierra santificada por la sangre de los mártires y regada con las virtudes de los santos. No basta haber recibido el Bautismo y haber sido incorporados a Cristo y a la Iglesia. Si no viviésemos cristianamente, eso sería para nosotros un título de ignominia y de reprobación.

Es necesario seguir en la vida la moral de Cristo y de su Iglesia:

«esa moral —concluiré con Manzoni—, la única que pudo hacernos conocer cómo somos en realidad y que del mismo conocimiento de los males humanamente irremediables pudo hacer brotar esperanzas; esa moral, que todos desearían fuese practicada por los demás, que practicada por todos conduciría a la sociedad humana al más alto grado de perfección y de felicidad que pueda conseguirse en esta tierra; esa moral, a la que el mismo mundo no pudo negar un perpetuo testimonio de admiración y de aplauso».

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RECAPITULACIÓN

La moral cristiana:

a) sintetiza todos los fragmentos de la verdad que se encuentran dispersos en los diversos sistemas filosóficos y los completa;

b) no es como las demás teorías morales, una doctrina puramente especulativa, sino que ha tenido una influencia inmensa en la historia de casi dos milenios que puede ser definida la historia del Amor.

Nada, como la historia de la Iglesia, confirma la divina verdad y la sobrenatural eficacia de la ética enseñada por Nuestro Señor Jesucristo.