ALEGRÍA DE MORIR – UN CARMELITA DESCALZO: CAPITULO XXV – SERENA ALEGRÍA EN LA MUERTE DE LOS QUE AMARON A DIOS

ALEGRÍA DE MORIR

UN CARMELITA DESCALZO

CAPITULO XXV

SERENA ALEGRÍA EN LA MUERTE

DE LOS QUE AMARON A DIOS

El alma que se deja guiar ciegamente por la fe va hacia Dios por esplendentes campos de luz y floridos jardines de seguridad; la fe la conduce en alas del ansia de Dios, de la vida eterna, de la sabiduría divina y va rauda y gozosa vestida con ella y haciéndose invisible al demonio y volando por encima de sus asechanzas.

Antes de que llegue el momento de partir de la tierra, el Señor borra ordinariamente los temores de las almas que los padecían, ya fueran pruebas especiales del mismo Dios, ya temor de la naturaleza.

Al aproximarse el tiempo de la llegada del Esposo, Él hace presentir al alma, por modo desconocido, que va a amanecer, que ya se presenta el alborear de la aurora del Sol eterno, para iluminarla perpetuamente con su luz de gloria.

Esta es la hora en que Dios da realidad a sus palabras de que no tocará a los justos el temor de la muerte y de que espera el justo su muerte con alegría y confianza.

¿Cómo no ha de venir el Señor en busca del que le sirvió, lo dejó todo por Él y le amó sobre todas las cosas durante su vida? ¿Cómo no ha de venir por el alma arrepentida y penitente? ¿Cuál no será el gozo del alma que ve llegada la hora de entrar en el goce de Dios?

Vemos con harta frecuencia que los hombres no corresponden y hasta desprecian el amor de quien les ama. El amor a Dios nunca deja de ser correspondido. El pastor conoce a sus ovejas y sabe la fidelidad con que le siguen y jamás deja de dar pastos sabrosos. Dios no sólo no se aparta del alma que le ama, sino que la atrae hacia Sí, la da nuevas fuerzas para más grande amor, la funde con Él y la llena de Sí mismo empapándola, al fin, de su gloria. De ningún amor se puede decir con tanta exactitud como del amor de Dios, que a Quien le ama le hace una cosa con Él. Dios ilumina con una luz muy especial de consuelo y de gozo y de algo que no se sabe decir, anunciando su venida. Esa paz del alma se transparenta algo en los sentidos.

Como cantan los pajarillos con renovados trinos en las mañanas de mayo a la llegada del nuevo día y llenos de gozo de lo que presienten se deshacen en filigranas de arpegios a los primeros rayos del sol, olvidando el encogimiento de la noche, así el alma, dentro de sí misma, libre ya de los temores pasados, ante el presentimiento de la inmortalidad gloriosa que Dios la empieza a comunicar, entona un cántico nuevo que anuncia la luz del Sol eterno. Va humilde, gozosa, ataviada con el rutilante vestido de la gracia, regalado por el mismo Dios, para las bodas eternas.

La naturaleza se hermosea y rejuvenece en los amaneceres primaverales y revive con frescor y armonías para recibir dignamente la luz del sol, y el alma se anticipa en gozo, por una especial gracia e inspiración divina, para recibir la luz inextinguible. Bendito instante tan esperado a lo largo de la vida. Llegó la hora feliz del encuentro con el Esposo y del regalado banquete en las mansiones celestes. Feliz el alma que se encuentra con la lámpara encendida y con las ropas nupciales para entrar sin espera al banquete y mucho más feliz si conserva limpia la blanca estola bautismal.

Sólo quiero recordar algunas muertes de almas buenas, que partieron con el gozo de los Santos, a pesar de tener una posición social muy poco propicia para tal muerte.

Todo le sonreía al Príncipe don Juan, hijo de Isabel la Católica. Educado con todo esmero en las ciencias y en la virtud, heredero de un reino que cada día se agrandaba más, para llegar a ser el primero del mundo en aquel tiempo, se había casado con una Princesa de cualidades brillantes: doña Margarita de Austria. Al medio año de matrimonio, al pasar por Salamanca, unas calenturas le llevaron al sepulcro.

Estando gravísimo, ya sin esperanza de vida, ausente doña Isabel y acabando de llegar para despedirle su padre don Fernando, le decía: «Hijo muy amado, tened paciencia, pues que os llama Dios, que es mayor Rey que ninguno otro, y tiene otros reinos y señoríos mayores y mejores que no éstos que vos teníais y esperabais, que os durarán para siempre jamás.» Y el joven Príncipe, de dieciocho años de edad, que era la esperanza de todo el reino, contestó: «Padre, no tengo pena por mí, que muero contento.» Dejaba las esperanzas terrenas por las realidades celestiales (1) el 14 de octubre de 1497.

Sin salir de esta misma familia de Isabel la Católica (cuyo reinado fue de tanta prosperidad que, en frase de su biógrafo, fue el mayor empinamiento que España había conocido), su hija mayor, de nombre Isabel, como la madre, Reina de Portugal y heredera de España, moría un año más tarde que su hermano el Príncipe don Juan, en el mes de agosto de 1498. Habiendo llamado al Cardenal Cisneros, confesor de la madre y de la hija, únicamente le decía: «Consolad a mis padres para que no mueran de pena con mi muerte, después de la de mi hermano.» Ella moría contenta y dejaba la tierra con todas sus ilusiones de juventud para ir a Dios, que tan grabado llevaba en el alma. Algunos años antes había pensado ser religiosa y consagrarse totalmente a Dios y se casó cediendo a la razón de Estado. Prefería volar a Dios, inocente y hermosa, a sentir las grandezas y honores terrenos y las responsabilidades del trono (2).

La misma madre de los dos Príncipes, la grande y sin igual Isabel la Católica, desahuciada en Medina del Campo, sabiendo que sus pueblos hacían rogativas y procesiones de pública penitencia por su vida, mandó decir que no pidiesen por su salud, sino por su salvación, y moría a los cincuenta y cuatro años, en la cumbre de su esplendor y grandeza, admirada y amada de su pueblo, sin pesadumbre por dejar la tierra y con la alegría de ir con su Dios.

He recogido la muerte de estos personajes, que cuando estaban en la mayor prosperidad, en la cual parece mucho más difícil morir sin pesadumbre, murieron serenos, para mostrar cómo, gracias a Dios, son muchísimas las muertes de almas buenas en la paz del Señor, todas con el sello de la confianza y alegría serena.

Dejando la historia, que está llena de muertes consoladoras, y que producen santa envidia, quiero poner no más de tres casos actuales, conocidos por mí y que yo sepa no publicados.

Moría en Segovia en el año de 1930 una señora buena y piadosa como por la gracia de Dios hay tantas. En los últimos días de su enfermedad, queriendo sus familiares animarla a morir con confianza en el Señor —error casi general juzgar que el enfermo está triste y desconfiado—, fue ella quien dio alientos a cuantos la rodeaban, diciendo: No podía yo creer que fuera tan dulce morir después de haber amado a Dios.

Otra muerte como para envidiarla fue la de don Emilio González Orúe. Vivía en Toledo. Era médico, conocido de toda la ciudad por su apacible carácter, su mucha piedad y mucha virtud.

En las más contrarias situaciones no dejó de ser el mismo, bueno, sereno, piadoso. Durante la guerra civil de España contra el socialismo-comunismo-ateo, de 1936 a 1939, Toledo estuvo dominada por los socialistas-comunistas durante tres meses y vio caer segado por el odio religioso e impío de los gobernantes comunistas a todos sus sacerdotes y religiosos, con poquísimas excepciones, a toda la flor de los caballeros buenos y de la juventud católica masculina, ya una valiente y buenísima joven. Fueron muchos los mártires. Don Emilio estaba sentenciado a muerte por ser destacadamente bueno, aunque sumamente pacífico; pero retrasaban su ejecución porque le necesitaban los comunistas para curar sus enfermos. No dejó de confesar a Dios ni aun de hacer la señal de la cruz en la calle cuando pasaba por delante de las iglesias, en aquellos días sin Santísimo.

En su casa se habían refugiado los religiosos Carmelitas, que sufrieron martirio, pero a él no le había destinado el Señor para mártir con derramamiento de sangre.

Liberada Toledo por las tropas nacionales, acudían a pedir favor a don Emilio los mismos que le habían perseguido y le tenían sentenciado; a nadie negó hacer el favor que pudo, ni dejó de amparar a sus mismos enemigos.

Después de dolorosa enfermedad, llevada santamente y sin quejarse, recibía con todo su conocimiento y fervor el Santo Viático durante los días de la Novena de la Virgen del Carmen. Cuando se hubo terminado el acto, reunió a sus hijos y nietos y les dijo: «Tenemos que celebrar este día como el más grande de mi vida. He recibido a Dios por Viático. Ya Él me acompaña y viene a buscarme para llevarme consigo al cielo. Celebremos gozosos esta bondad de Dios conmigo.» y en compañía de la familia, mandando tomasen algún extraordinario, dentro de la santa moderación que siempre tuvo, lo celebró y con alegría y confianza esperó la muerte.

Quiero terminar narrando el caso de un alma probada cierto tiempo con el miedo a la muerte por temor de condenarse, y que murió con santa paz.

Vivió en el convento de San José, de Ávila, una Carmelita muy fervorosa, que fue durante muchos años Maestra de Novicias y Superiora; consuelo de todas las religiosas y aliento de fervor y de consejo para toda virtud y heroísmo. Todas las religiosas querían a la Madre María Teresa del Espíritu Santo como a Madre y como a Santa, porque lo uno y lo otro habían visto siempre en ella. Su carácter era abierto, sumamente dulce y santamente alegre. Hacía amable la penitencia con alegría, como buena Carmelita.

Ya bien entrada en años, la apretó la mano del Señor para purificarla más delicadamente y hacerla crecer más en santidad. Empezó a sentir una inquietud grande por su vida pasada, y aunque desde pequeña fue muy virtuosa, Dios permitía que entonces viera ella su vida mala y desaprovechada (mala, como la ven los Santos, que van a especificar los pecados y no los encuentran, sirviéndoles esto mismo para mayor tormento). A esto se unió el temor de que no se salvaría. Estaba en inconsolable angustia y todo la daba nueva fuerza para superarse a sí misma en ejercitar las virtudes y clamar a Dios. Con esta pena, fácil de decir, pero tremenda de pasar, vivió algún tiempo temiendo qué sería de ella cuando se la acercase la hora de morir. No podía creer lo que la decían, que tendría un final muy dulce.

Meses antes de su muerte, cuando había pasado la mano purificadora del Señor, desaparecieron por sí solos los temores y angustias y apareció de nuevo en su espíritu la serenidad, la alegría y la confianza en Dios, que siempre había tenido, y así murió ya muy anciana, a los ochenta y cuatro años de edad, el 16 de diciembre de 1948. Cumplióse en ella lo que el Señor dijo a Santa Teresa de Jesús: «… que tuviese por cierto que a todas las monjas que muriesen en estos monasterios, que Él las ampararía, y que no hubiesen miedo de tentaciones a la hora de la muerte» (3).

¡Ah, si yo sintiera la serenidad y la confianza que sentían esas almas!… Esta exclamación brotará espontánea de tus labios cuando esto lees. Es la exclamación que también brota de los míos. La confianza la da el amor. ¡Si yo viera que amaba!… ¡Si el amor a Dios fuera mi vida!… Pero estoy muy lejos de verlo. Recuerdo ahora el encanto con que mi espíritu escuchaba las muy dulces reflexiones que el ermitaño santo me hacía sobre la belleza de la muerte y la alegría con que la esperaba el alma santa. Mientras tan gustosamente le escuchaba también me parecía verla rodeada de luz, de belleza y atracción. Me parecerá ver ya sus brazos acogedores, que blanda y amorosamente me cogían para ponerme en el reino de la dicha, todo luminoso y lleno de delicia. También yo amaba y deseaba la muerte y no sé si la llamaba con ternura.

Mas pasaron las palabras persuasivas y regaladas del apacible, bondadoso y amable ermitaño, dejé de ver su modesta y subyugadora mirada y renació en mí el temor a la muerte. ¡Ya no se me presentaba tan atrayente y tan gozoso aquel momento! ¡La muerte, y ya para siempre! ¡Para siempre!…

Creo y abrazo firmísimamente los principios de la fe que me hablan de que Dios me ha creado para el Cielo. Recuerdo aquí muchas razones y ejemplos alentadores de los que se despedían de este valle de lágrimas gozosos porque iban a Dios, fuente de toda delicia; iban a la vida de dicha y bienandanza. Pero un poco de temor, de incógnita, de estremecimiento, se movía en mi alma y no permitía que la alegría iluminara claramente mi espíritu.

Deseé en mi interior y pedí al Señor se me proporcionara ver de nuevo a aquel ermitaño de sencillez encantadora y de palabras mágicas y convincentes para exponerle mis temores, y el Señor, en su bondad para conmigo, me presentó la ocasión de ver y hablar confidencialmente con aquel hombre, que se me presentaba como la imagen de la bondad y de la serenidad, y en el encanto y fluidez de sus palabras me parecía escuchar la sabiduría y la santidad juntas. Sola su presencia me atrajo para que le abriera mi alma y le expusiera mi zozobra. Nunca podré dar gracias a Dios por la apacible bondad con que me acogió y escuchó, alejando de mí el temor de serle pesado. Sentado en una sencilla piedra cerca de su pobrísima habitación a la sombra de los cipreses, muy cerca de él como un hijo que consulta a su propio padre y alentado por el mismo rumor callado de la naturaleza, encaucé mi conversación hacia el tema de nuestro encuentro con Dios. Un relámpago de súbito gozo inundó su rostro. Sólo la palabra de encontrar a Dios transformaba sus facciones y las iluminaba. Toda su vida era tratar con Dios y de Dios.

Yo le dije con sencillez: «¡Cuándo veremos esa hermosura infinita de Dios ya en el cielo como la buscamos y nos la enseña la fe! ¿Quién la verá? ¿Cómo puede estar el ánimo sereno y gozoso, seguro de que la conseguirá? ¿Cómo será posible desechar el temor a la muerte? Porque con todo lo admirable que antes le oí de la hermosura de la muerte, no puedo verme libre de temores y a veces muy fuertes. Es verdad que mi ilusión, mi fin y mi deseo es el Cielo. ¡Oh Cielo! ¡Oh Dios mío infinito! ¡Cómo te desea mi alma! ¡Cuánto temo no llegar a poseerte eternamente!»

Sonriéndome me miró y envueltos en hilos de dulcísima miel salieron sus palabras de santo y sus pensamientos de sabio.

«Ya otra vez —me dijo— te indiqué que mientras vivimos en este valle de lágrimas y de pruebas no podemos prescindir por completo del temor a la muerte, unos más intensamente que otros, aun cuando la deseemos. Estamos en la tierra como a oscuras; porque la fe, que, es nuestro guía seguro, es oscura; porque el porvenir de eternidad es incierto y nuestros ojos no le ven y quisiéramos verle con todo detalle y con toda seguridad. Inmensamente deseo yo la posesión del Cielo y ver ya cara a cara a Dios en su luz, y fomento todos los días este deseo. Pero también yo me veo asaltado de la inseguridad y del temor.

Antes de venir a esta soledad, dejándolo todo y procurando dejarme a mí mismo para mejor ser de Dios y encontrarle más perfecta y prontamente, busqué afanoso el saber, y no sólo escuché a hombres de letras, sino que me dediqué a la lectura de libros sabios para adquirir más conocimiento de Dios y de su hermosura y omnipotencia. Mi principal ansia era saber mucho de Dios para amarle mucho. Como tú ahora me expones, deseaba yo también la seguridad de mi salvación, la seguridad de entrar en el cielo.

También yo preguntaba a cuantos creí me podrían dar luz. Un apacible día se me proporcionó hablar detenidamente con un hombre de notable sabiduría y santidad. La prudencia y la claridad brotaban dulcemente del inagotable manantial de sus labios. No era el lugar tan solitario y acogedor como este en que la naturaleza nos habla de Dios muy a las claras. Pero yo le dije con confianza: «¿Por qué todos los hombres tememos la muerte?» Bondadoso él y siempre complaciente, me dijo: «No todos temen la muerte; pero son muy pocos los que reciben de Dios el don de no temerla, aun cuando la desean y desean y aman a Dios.»

Fue entonces cuando yo aprendí de aquel sabio este relato. No sé si tú le conocerás. No creo a mí se me olvide nunca y mucho me enseñó. Pudiéramos llamarle la muerte del Amigo que murió de amor por el Amado. Para que no estés pendiente y algo desazonado, te diré que el Amigo era el alma buena y el Amado era Dios. Y el Amigo, aunque amaba intensamente, aún temía la muerte.

El Hombre sabio me contó que había un Amigo sumamente enamorado del Amado. El recuerdo del Amigo ininterrumpidamente estaba en el Amado; el afecto del Amigo no se apartaba del Amado, y la mirada de su inteligencia siempre atendía al Amado. Era tanto su amor, que el Amigo enfermó de amor por el Amado.

Y decía el Amigo: Mi Amado está en mi memoria, en mi entendimiento y en mi amar; Él reside en mis movimientos, en mi lengua, en mi oído, en mi vista, en mis suspiros y en mis enfermedades y llantos. El amor no le dejaba dormir ni aun descansar. El Amigo llamó al médico de amor, que le recetó una medicina que le hiciera hablar como un loco de amor; porque sólo consiguen la salud de amor los que hablan de amor sin medida. Con la medicina de amor, el Amigo se sintió atormentado de amor, más vivamente que antes, en tanto grado que pedía al Amado acabase de matarle de amor, pues prefería morir a soportar los incendios del amor.

Pero el Amado condenó al Amigo a morir muerte de amor. Y en esta descripción que el hombre sabio me hacía del Amigo tan enamorado de Dios me llamaba mi atención para que advirtiese que muriendo muerte de amor, vería en la continuación de la historia que aun el Amigo temía la muerte.

Porque sabiendo el Amigo que su Amado le había condenado a muerte de amor, hizo su testamento ante un notario de amor, que escribió en papel y con tinta de amor esta decisión última del Amigo: «Dejo a mi Amado mi memoria para que este siempre con su recuerdo; mi entendimiento, para que esté siempre mirándole y comprendiéndole, y mi voluntad, para que no haga otra cosa que amarle.»

Hecho el testamento, suplicó el Amigo al Amado le diese tiempo para hacer oración antes de morir, y concedido, se puso el Amigo en estado de pureza para rogar y adorar a su Amado; porque el que suplica y adora a un Amado tan amable y poderoso debe estar limpio y el que va a morir no debe descuidar el fin principal y último y rogar a Dios por este fin. El Amigo doblegó su cuerpo arrodillándose; elevó su corazón con suspiros para amar a su Amado, su memoria para recordar las misericordias del Amado; su entendimiento para comprender la justicia de su Amado; levantó las manos al cielo en espera de la gracia del perdón y con sinceridad y humildad dijo: Amado, la oración es la petición que el hombre dirige a Dios para conseguir gracia y perdón. El que pide a Dios que le conceda la bienaventuranza y la gloria eterna, no puede desear un don más grande. Amado, concededme la gloria eterna y perdonadme todas mis culpas.

Ahora, en este trance de muerte, yo os doy todo mi amor para amar vuestra bondad, y si Vos queréis prolongar mi vida, yo deseo poderos alabar, suplicar y bendecir hasta la muerte. La razón y el derecho exigen, oh Amado mío, que me otorguéis gracia y perdón, porque si así no lo hacéis, resultaría yo más justo en mi súplica y en mi amor que Vos en vuestros dones y en vuestras gradas, lo cual es imposible, y como es imposible, yo no puedo desesperar de vuestra gracia y de vuestro perdón.

Amado, tú me has concedido el ser humano, que tantas perfecciones encierra, y me diste esta vida que tengo por tu bondad sin yo pedírtela. Si ahora, en este momento de mi muerte, no me concedieras tu perdón y tu gloria, cuando te lo estoy suplicando, parecerías más generoso dador cuando no se te pide que cuando se te suplica y que eras más magnánimo en dar mercedes en este mundo, cuando nada valen, que en el otro para el cual me criaste trocando tu modo de obrar, y como esto no lo puedo creer en Ti, espero en tu amor y bondad me concedas tu amor y tu gloria.

Amado, tú te has puesto en mi memoria y en mi entendimiento y en mi voluntad para que te esté amando aquí en la tierra. Si tú no me quieres conceder tu gloria y tu perdón, llena ahora mis potencias de tu amor para recordarte, y tenerte presente, y amarte y entenderte; pero mostrarlas que eras magnánimo en esta vida de la tierra y prefieres que te ame aquí, a serlo en el Cielo y que te esté amando allí, porque si me condeno allí, es que no quieres te ame allí ni en la eternidad, y como tu bondad y tu amor y tu justicia no te consienten esto, confío en que tú me perdonarás y me llevarás a tu gloria como te lo suplico con toda mi voluntad.

Y en el momento de acabar de pronunciar estas palabras, el Amigo entreabrió los labios sonriente e inclinó la cabeza para expirar de amor (4).

Ves en esta muerte de amor del alma enamorada, cómo todavía el temor hace su efecto, se humilla, pide perdón y, por misericordia, el cielo, y al cielo entra de la mano de Jesús.

Esta historia que me narró el varón sabio he querido recordarte, pues en ella encontrarás la respuesta justa y consoladora para tu inquietud. ¡Oh Jesús! Por tu sacratísima Pasión, confío en que me darás el perdón y me llevarás al cielo. Espero que mi último momento sea de amor y en tus manos.»

Así me habló el ermitaño y yo vi que el temor a la muerte en la tierra es castigo de la naturaleza por el pecado original y causa de mayor mérito para el Cielo. La muerte del que ama es muerte de amor, aun cuando tenga signos de prueba. La amable muerte nos pone en los brazos de Dios en el Cielo.

(1) Historia de los Reyes Católicos D. Fernando y doña Isabel, escrita por el Bachiller Andrés Bemáldez, cap. CL V. Pedro Mártir en El Príncipe que murió de amor, del Duque de Maura.

(2) Historia del Cardenal Don Francisco Ximénez, lib. I, pág. 102, por el Ilmo, y Rvdmo. Sr. Esprit Flechier, Obispo de Nimes.

(3) Santa Teresa de Jesús, Fundaciones, capítulo XXVII.

(4) Arbor Philosophiae Amoris. Raimundi Lullii. Todo el libro.