P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA GRACIA DE UNA BUENA MUERTE – 3º PARTE

LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS

R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.

LA PROVIDENCIA, LA JUSTICIA

Y LA MISERICORDIA

CAPÍTULO III

LA PROVIDENCIA Y LA GRACIA

DE LA BUENA MUERTE

Una de las cuestiones vitales que más deben interesar a todas las almas, cualquiera que sea el estado en que se encuentran, es la de la buena muerte, tema sobre el cual escribió San Agustín uno de sus últimos y más bellos libros, De dono perseverantiæ, donde expone su pensamiento definitivo acerca del misterio de la gracia.

Esta cuestión vital ha sido interpretada en sentidos diferentes y radicalmente opuestos: de un lado por los semipelagianos; y del otro por los protestantes y los jansenistas.

Las opiniones contrarias de dichos herejes dieron a la Iglesia ocasión de apreciar la doctrina relativa al tema debatido, por donde vino a ponerse de manifiesto la elevación de la verdad, en medio y por encima de los errores extremos.

Hagamos una breve reseña de los referidos errores, para mejor entender por contraste el valor de la verdad y apreciar con más exactitud la gracia de la buena muerte.

Pasaremos después a declarar la manera de obtenerla.

***

I. — La doctrina de la Iglesia- y los errores opuestos a ella

Los semipelagianos afirmaron que el hombre puede sin ayuda de la gracia conseguir el initium fidei et salutis, el comienzo de la fe saludable y de la buena voluntad, que luego consolida el Señor.

No es Dios quien da el primer paso hacia el pecador para convertirle, sino el mismo pecador es quien se dirige primero a Dios.

Conforme a estos principios, sostenían los semipelagianos que el hombre, una vez justificado por la gracia, puede perseverar hasta la muerte sin ayuda de una gracia especial; basta, decían, que subsista el initium salutis, que es la buena voluntad natural, para que el justo persevere hasta el fin.

Esto equivale a afirmar, no sólo que Dios quiere salvar a los hombres, mas también que quiere salvarlos a todos por igual, y que es mero testigo, y no autor de lo que distingue al justo del impío: del initium salutis y de la buena disposición final, en cuanto que existe en éste y no en aquél, en Pedro y no en Judas.

Pero sostener esta opinión era negar el misterio de la predestinación y olvidar las palabras de Jesucristo: Nadie viene a mí, si mi Padre no le atrae (loann. 6, 44), que se aplican al primero y último impulso de nuestro corazón hacia Dios. Sin mí, nada podéis hacer, dijo también Nuestro Señor (loann. 15, 5).

Y, como nota el II Concilio de Orange contra los semipelagianos, San Pablo añadía: ¿Quién es el que te da la ventaja sobre los otros?, o ¿qué cosa tienes tú que no la hayas recibido? (I Cor. 4, 7). No somos suficientes por nosotros mismos para concebir ningún pensamiento provechoso para nuestra salvación (II Cor. 3, 5), y menos todavía un deseo saludable por insignificante que sea, ya se trate del primero, ya del último.

También San Agustín demostró que son particularmente gratuitas la primera y la ultima gracia: la primera gracia preveniente no puede merecerse ni ser en manera alguna debida a un buen movimiento natural, por ser el principio del mérito la gracia santificante, don gratuito, como su mismo nombre lo indica, y vida completamente sobrenatural, no sólo para el hombre, mas también para el ángel.

San Agustín demostró también que la última gracia, la de la perseverancia final, es un don especial, la gracia especial de los elegidos, que nadie puede arrancar de las manos del Padre, como dice Jesucristo (loann. 10, 29).

Y agregaba que cuando se concede esta gracia, es por pura misericordia; y si, por el contrario, no se concede, es por justo castigo de faltas, generalmente reiteradas, que han alejado el alma de Dios. Tenemos de ello ejemplo en la muerte del buen y del mal ladrón.

Para San Agustín, dos grandes principios prevalecen en esta cuestión.

El primero es que no solamente los elegidos son de antemano conocidos, sino también más amados de Dios. Ya lo había dicho San Pablo: ¿Quién es el que te da la ventaja sobre los demás? ¿Qué cosa tienes tú que no la hayas recibido? (I Cor. 4, 17). Y posteriormente el Doctor Angélico: Siendo el amor de Dios la causa de todo bien, nadie sería mejor que otro, de no ser más amado de Dios» (I, q. 20, a. 3).

El otro principio claramente formulado por San Agustín es que Dios nunca manda lo imposible: pero, cuando algo manda, nos ordena hacer lo que esté de nuestra parte y pedir la gracia necesaria para cumplir lo que no podemos.

Estas palabras de San Agustín (De Natura et gratia, c. 43, nº 50) se citan en el Concilio de Trento. (Denzinger, nº 804); de ellas se desprende que por puro amor quiere Dios hacer y hace realmente posible a todos la salvación o el cumplimiento de sus preceptos; por lo que toca a los elegidos, Él hace que los cumplan hasta el fin.

¿Cómo conciliar estos dos grandes principios, tan ciertos e incontestables? Ninguna inteligencia creada, humana o angélica, es bastante para ello, de no ser antes iluminada por la visión beatífica. Sería preciso entender cómo en la Deidad se concilian la infinita Misericordia, la infinita Justicia y la soberana Libertad; sería preciso poseer la visión inmediata de la esencia divina.

Estos dos principios que San Agustín opuso al semipelagianismo fueron en sustancia aprobados, como es sabido, por el II Concilio de Orange.

Quedamos, pues, en que la buena muerte es una gracia especial, propia de los elegidos.

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Contrariamente a los semipelagianos, los protestantes y los jansenistas, negando el segundo principio de San Agustín, falsearon a la vez el primero.

So pretexto de afirmar el misterio de la predestinación, negaron la voluntad salvífica universal y sostuvieron que Dios manda a veces cosas imposibles, y que en el momento de la muerte no a todos es posible la fidelidad a los preceptos divinos.

Conocida es la primera proposición tomada de la obra de Jansenio (Denzinger, nº 1092): Algunos mandamientos de Dios son imposibles aun para los justos; y no sólo para los negligentes, adormecidos o privados del pleno uso de la razón y de la voluntad, mas también para aquellos que desean cumplir los preceptos y se esfuerzan por practicarlos, iustis volentibus et conantibus. Hasta para éstos resulta imposible el cumplimiento de algunos preceptos, por carecer de la gracia con que podrían cumplirlos.

Proposición desoladora, que muestra a las claras la enorme distancia que separa el jansenismo de la verdadera doctrina de San Agustín y Santo Tomás: Deus impossibilia non iubet.

Tan grave error conduce a negar la justicia divina, y, por consiguiente, al mismo Dios; ni qué decir tiene que en él no hay lugar para la Misericordia divina ni para la gracia suficiente que se ofrece a todos, como tampoco para la verdadera libertad humana.

Finalmente, de ser ello verdad, el pecado sería inevitable y, por lo mismo, ya no sería pecado, ni podría sin crueldad ser castigado eternamente.

Los mismos principios erróneos indujeron a los protestantes a defender que no solamente la predestinación es gratuita, pero que ni siquiera son necesarias las buenas obras para la salvación de los adultos, bastando la fe. De donde proviene la frase de Lutero: «Pecca fortiter et crede fortius». Peca fuerte, pero cree aún más fuerte en la aplicación de los méritos de Cristo y en tu predestinación.

Esto ya no es esperanza, sino imperdonable presunción; porque jansenismo y protestantismo oscilan entre la presunción y la desesperación, sin encontrar la verdadera esperanza cristiana y la caridad.

Contra esta herejía definió el Concilio de Trento (sess. VI, cap. 13 y canon 16; Denzinger, números 806 y 826): Si bien todos debemos esperar firmemente en Dios, nadie, sin particular revelación, puede tener certeza absoluta de su perseverancia final.

El Concilio cita a este propósito las palabras de San Pablo: Por lo cual, carísimos míos, puesto que siempre habéis sido obedientes, trabajad con temor y temblor…, pues Dios es quien obra en vosotros no sólo el querer, sino el obrar conforme a su beneplácito (Philipp. 2, 12). Mire, pues, no caiga el que piensa estar en pie (I Cor. 10, 12). Ponga su confianza en el Omnipotente, único capaz de levantar al caído y de conservar al justo (Rom, 14, 4), para que permanezca en pie en medio de un mundo corrompido y perverso.

De esta manera mantiene la Iglesia la doctrina del Evangelio sobre las divagaciones del error, y en el caso que tratamos, sobre las herejías contrarias del semipelagianismo y del protestantismo.

Por un lado, los elegidos son más amados que los demás; pero por otro, Dios nunca manda lo imposible y quiere por amor hacer a todos realmente posible la fidelidad a sus preceptos.

De donde se deduce, en contra del semipelagianismo, que la gracia de la buena muerte es un don especial y, contrariamente al protestantismo y al jansenismo, que, entre los adultos, sólo quienes a él se resisten son privados del último socorro, al resistir a la gracia suficiente que se les ofrece, como sucedió al mal ladrón, que tan cerca estuvo de Cristo redentor.

El Concilio de Trento, ses. VI, canon 22 (Denzinger, 832) definió; Si quis dixerit justificatum vel sine speciali auxilio Dei in accepta iustitia perseverare posse, vel cum eo non posse, anathema sit. (Cf. números 804 y 806), Estos términos del Concilio de Trento: la gracia de la perseverancia final es un socorro especial, deben ser bien entendidos para evitar todo equívoco. No es necesaria una nueva acción divina, pues la conservación de la gracia no es otra cosa que la continuación de su primer efecto y no una acción nueva. Del mismo modo, por parte del alma, basta conservar la gracia habitual sin una nueva, gracia actual, como sucede con el niño bautizado que muere luego del bautismo sin hacer un acto de amor de Dios. Pero, según los Concilios de Orange y de Trento, lo que constituye un don especial concedido a uno con preferencia a otro es el hecho de
la unión del estado de gracia y de la muerte, el hecho de conservar la gracia en aquel momento supremo, en lugar de perderla por alguna falta permitida por Dios. La unión del estado de gracia y de la muerte es un gran bien, y este bien procede de Dios; cuando se concede, obra es de la Misericordia divina: en este sentido es un don especial.

Siendo esto así, ¿cómo podemos obtener esta importante gracia de la buena muerte? ¿Podemos acaso merecerla? Y si, hablando con propiedad, no nos es posible merecerla, ¿podemos por lo menos obtenerla por medio de la oración? ¿Cuáles deberán ser las condiciones de la oración?

Vamos a exponer estos dos puntos, tomando por guía a Santo Tomás (Ia-IIæ q. 114, a, 9).

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II. — ¿Podemos merecer la gracia de la buena muerte?

¿Podemos merecerla en el sentido propio de la palabra mérito, que implica derecho a la recompensa divina?

Ante todo, la perseverancia final o la buena muerte no es otra cosa que la continuación del estado de gracia hasta el momento de la muerte, o de convertirse uno en el último trance, es la conjunción o unión del estado de gracia con la muerte. En resumen, la buena muerte es la muerte en estado de gracia, la muerte de los predestinados o de los elegidos.

Se comprende por qué declaró el Concilio de Orange ser un don especial (Denz. 183), y por qué el Concilio de Trento lo calificó de gratuito al decir que «este gran don sólo puede concederlo quien tiene poder para conservar en el bien al que está en pie y levantar al caído» (Denz. 806).

Ahora bien, lo que el hombre puede merecer, aunque procede principalmente de Dios, no viene únicamente de Él, mas también de nuestros méritos, que implican derecho a la recompensa divina. Por consiguiente, el justo debe decir humildemente para sí: Realmente no tengo derecho a recibir la gracia de la perseverancia final.

Santo Tomás esclarece esta verdad por medio de una razón tan sencilla como profunda, que ha sido comúnmente admitida en la Iglesia (Cf. Ia-IIæ q. 114, a. 9). No estará de más que nos detengamos un momento en ella, pues ayuda grandemente a mantenerse en la humildad.

El principio del mérito, dice Santo Tomás, no puede merecerse (principium meriti sub merito non cadit); porque una causa, ya física, ya moral, como el mérito, no puede ser causa de sí misma. El mérito, que es un acto que da derecho a la recompensa, no puede obtener el principio de donde procede. Esto es la misma evidencia: el principio del mérito no puede ser merecido.

Ahora bien, el don de la perseverancia final no es otra cosa que el estado de gracia conservado o recuperado en el trance de la muerte; y el estado de gracia, producido y conservado por Dios, es el principio mismo del mérito en orden a la salvación: es el principio que hace que nuestros actos merezcan un aumento de gracia y la vida eterna.

Sin el estado de gracia y sin la caridad, que nos hace amar a Dios eficazmente más que a nosotros mismos, por lo menos con amor de estima, no habría en nuestros actos saludables derecho a premio sobrenatural; porque estos actos, lo mismo que los que preceden a la justificación, no serían proporcionados a tal recompensa; no serían actos de hijo adoptivo de Dios, de amigo de Dios, de heredero, de coheredero de Cristo, como dice San Pablo. Procederían de un alma alejada todavía del fin último por el pecado mortal, de un alma que ningún derecho tiene a la vida eterna.

Por esto escribe San Pablo (I Cor. 13); Si no tuviere caridad, nada soy, nihil sum…, nihil mihi prodest; sin el estado de gracia y sin caridad, mi voluntad está apartada de Dios, y personalmente no puedo tener derecho alguno a galardón sobrenatural, ni mérito alguno en orden a la salvación.

En resumen: el principio del mérito es el estado de gracia y la perseverancia en el mismo; por lo tanto, el principio del mérito no puede merecerse.

Si no podemos merecer el primer efecto de la gracia santificante, lo mismo se debe decir de su conservación, que viene a ser la continuación del primer efecto y no una acción divina distinta. Así lo dice Santo Tomás (I, q. 104, a. 1, ad, 4): la conservación de las criaturas por Dios no es una nueva acción divina, sino continuación de la acción creadora. La conservación del estado de gracia no puede, por consiguiente, ser más merecida que su primera producción, A esta razón profunda muchos teólogos añaden otra, que viene a confirmar la primera.

El mérito llamado propiamente de condigno, o sea, fundado en justicia, supone la promesa divina de la recompensa para determinada obra buena. Ahora bien, Dios nunca ha prometido la perseverancia final o la preservación del pecado de impenitencia final a los que durante un tiempo más o menos prolongado observan sus mandamientos.

Más aún, la perseverancia final consiste precisamente en la fidelidad hasta la muerte; no puede por lo tanto ser merecida por sí misma, pues en ese caso se merecería a sí misma.

Así volvemos a la razón fundamental: que el principio del mérito no puede ser merecido. Lo cual se aplica también, guardadas las debidas proporciones, al mérito de congruo, que está en los derechos de la amistad que nos une a Dios y tiene su principio asimismo en el estado de gracia.

Los teólogos discuten si el don de perseverancia final puede ser objeto de mérito de congruo, fundado en la caridad que nos une a Dios, in jure amicabili, en los derechos de la amistad entre el Señor y el justo, y no en la justicia como el de condigno.

Los mejores comentadores de Santo Tomás contestan, de acuerdo con los principios formulados por el mismo, que la perseverancia final no puede ser objeto de mérito de congruo propiamente dicho; porque el principio de este mérito es el estado de gracia conservado, y el principio del mérito, según lo hemos visto, no puede merecerse.

Además, el mérito de congruo propiamente dicho, fundado en los derechos de la amistad, in jure amicabili, consigue infaliblemente la recompensa correlativa. Dios nunca nos niega lo que hemos merecido de esta manera, al menos lo que hemos merecido personalmente en esta forma por nosotros mismos.

De esto se deduciría que todos los justos que han llegado a la edad adulta merecerían, por sus actos de caridad el don de la perseverancia final, y de hecho perseverarían hasta el fin; lo cual no puede admitirse.

Quedamos, pues, en que la gracia de la buena muerte puede ser objeto de un mérito de congruo en sentido amplio, que no es más que el valor impetratorio de la oración, que no está fundado en la justicia, ni en los derechos de la amistad, sino en la liberalidad y misericordia de Dios.

Con esto queremos decir que el estado de gracia y su conservación nos viene de la Misericordia divina, y no de la Justicia.

Es indudable que el justo puede merecer la vida eterna, que es el término y no el principio del mérito. Para que la obtenga, preciso es además que no pierda sus méritos por pecado mortal cometido antes de morir. No tenemos derecho a ser preservados del pecado mortal en virtud de nuestros actos de caridad. Sólo la Misericordia nos libra de él. He aquí un fundamento firmísimo de la humildad cristiana.

A esta doctrina, admitida comúnmente por los teólogos, suele hacerse una objeción bastante especiosa.

Quien merece lo más, dicen, puede merecer lo menos. Ahora bien, el justo puede merecer de condigno la vida eterna, que es más que la perseverancia final. Puede, por consiguiente, merecer esta última.

Respondemos con Santo Tomás (ibid. ad 2 et 3): Quien puede lo más puede también lo menos, en un mismo orden, y no en otro caso. Ahora bien, hay aquí una diferencia entre la vida eterna y la perseverancia final. La vida eterna no es el principio del acto meritorio, sino su término; en tanto que la perseverancia final consiste en el estado de gracia continuado, que, como ya dijimos, es el principio del mérito.

Insisten todavía: Pero quien puede merecer el fin, puede también merecer los medios. Es así que la perseverancia final o la buena muerte es el medio necesario para conseguir la vida eterna; luego aquélla puede ser merecida lo mismo que ésta.

Los teólogos suelen responder negando la mayor, tomada en sentido general. Los méritos son efectivamente medios para obtener la vida eterna, y, sin embargo, no son merecidos; basta poderlos obtener por otros recursos.

Del mismo modo, podemos conseguir la gracia de la perseverancia final por medios distintos del mérito: por ejemplo, mediante la oración, que no se dirige a la Justicia de Dios como el mérito, sino a la Misericordia.

Insisten una vez más; Pero si no se puede merecer la perseverancia final, tampoco se puede merecer la vida eterna, que se alcanza mediante aquélla.

Conforme a lo ya dicho, debemos responder: El justo puede merecer la vida eterna por cualquier acto de caridad, mas luego puede perder sus méritos por el pecado mortal; y sólo recibirá de hecho la vida eterna, de no perder sus méritos o de obtenerlos de nuevo misericordiosamente por la gracia de la conversión. Por donde dice el Concilio de Trento (sess. VI, cap. 16 y can. 32) que el justo puede merecer recibir la vida eterna, si in gratia decesserit, si muriere en estado de gracia.

Volvemos con esto a lo dicho por San Agustín y posteriormente por Santo Tomás: si se nos concede el don de la perseverancia, es por misericordia; y si Dios no nos lo concede, es en justo castigo por faltas, generalmente reiteradas, que han alejado el alma de Dios.

Dedúcense de aquí multitud de consecuencias tanto especulativas como prácticas. Fijémonos tan sólo en la humildad, que debe acompañar nuestro esfuerzo confiado por el logro de la eterna salvación.

No siendo merecida la gracia de la perseverancia, no nos la concede Dios en previsión de nuestros méritos; de ahí que la predestinación a la gloria sea cambien gratuita, como lo dice Santo Tomás (I, q. 23, a.5): no es ex previsis meritis. Si quisiéramos defenderlo, habría en todo caso que decir: que se nos da ex prævisis meritis absque speciali dono usque in finem perdurantibus.

Lo que llevamos dicho es ciertamente muy terrible; pero es muy consolador lo que nos queda por decir.

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III. — ¿Cómo conseguir por medio de la oración la gracia

de la buena muerte?

¿Qué condiciones debe tener la oración?

Si propiamente hablando no podemos merecer el don de la perseverancia por no poderse merecer el principio del mérito, se puede al menos conseguirlo por medio de la oración, que no se dirige a la Justicia de Dios, como el mérito, sino a la Misericordia.

No todo cuanto obtenemos por la oración es mérito nuestro; por ejemplo, el pecador en estado de muerte espiritual, por medio de una gracia actual puede pedir y obtener la gracia santificante o habitual, pero no puede merecerla, por ser ella el principio del mérito.

Lo mismo ocurre con la gracia de la perseverancia final: no podemos merecerla propiamente hablando, pero sí conseguirla para nosotros y para los demás por medio de la oración (Santo Tomás, I, q. 23, a.5, ad 1). Podemos también y debemos disponernos a recibir esta gracia mediante una vida edificante.

Sería ciertamente funestísima e insensata negligencia, incuria salutis, el no pedir la gracia de la buena muerte y no prepararse para ella, aunque otra cosa digan los quietistas.

Por eso enseñó Jesucristo a decir en el Padre nuestro: No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.

Y la Iglesia nos manda decir todos los días: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Así sea.

¿Sera posible por medio de la oración conseguir de un modo infalible esta gracia de la buena muerte? La Teología, fundándose en la promesa de nuestro Señor: Petite et accipietis, nos enseña que la oración acompañada de ciertas condiciones nos alcanza infaliblemente los bienes necesarios para la salvación y, por consiguiente, también la ultima gracia.

Pero, ¿cuáles son esas condiciones requeridas para la oración infaliblemente eficaz? Nos lo dice el Doctor Angélico (IIa-IIæ, q. 83, a. 15, ad 2): Son cuatro: pedir para sí mismo los bienes necesarios para la salvación con piedad y con perseverancia.

Conseguimos, en efecto, con más seguridad cuando pedimos para nosotros que al interceder por un pecador, que acaso resiste a la gracia de Dios en el momento mismo en que oramos por él. Pero aun pidiendo para nosotros los bienes necesarios para la salud eterna, nuestra oración es eficaz sólo cuando va acompañada de piedad, humildad, confianza y perseverancia. Sólo así expresa un deseo sincero, profundo y no interrumpido de nuestro corazón.

Y aquí vuelve a aparecer, con nuestra fragilidad, el misterio de la gracia: es posible que seamos inconstantes en nuestra oración, como en las obras meritorias.

Por eso decimos en la Santa Misa antes de la Comunión: no permitas, Señor, que jamás me aparte de ti, a te nunquam separari permitas. No permitas que caigamos en la tentación de no orar; líbranos del mal de perder el gusto y la voluntad de orar; concédenos la perseverancia en la oración, no obstante la sequedad y el profundo hastío que en ella a veces sentimos.

Toda nuestra vida está envuelta en el misterio: cada uno de nuestros actos saludables lleva consigo el misterio de la gracia, y cada uno de nuestros pecados es un misterio de iniquidad, que presupone una permisión divina del mal con miras a un bien superior, que sólo en el cielo se verá con claridad, justus ex fide vivit.

Necesitamos que Dios nos ayude hasta el fin, no sólo para merecer, mas también para orar.

¿Cómo conseguiremos esta ayuda tan necesaria para perseverar en la oración? Recordando las palabras del Salvador: Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá; hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre (loann, 16,23).

Debemos pedir en nombre del Salvador; lo cual purifica y fortalece en gran manera nuestra intención, pesando en la balanza más que la espada de Breno. Debemos pedirle también que ore por nosotros. Su oración continua todos los días en la Santa Misa, en la cual, como dice el Concilio de Trento, no cesa de ofrecerse por ministerio de sus sacerdotes y de aplicarnos los méritos de su Pasión.

No pudiendo merecer la gracia de la buena muerte, pero sí obtenerla por medio de la oración, para alcanzarla nos será preciso acudir a la oración más perfecta y eficaz de todas, a la de Jesucristo, sacerdote principal del Sacrificio de la Misa.

Esta es la razón de haber el Papa Benedicto XV, en carta al Director de la Archicofradía de Nuestra Señora de la Buena Muerte, recomendado vivamente a los fieles que en vida hicieran celebrar Misas para conseguir la gracia de la buena muerte.

Esta es en realidad la gracia más grande de todas, la de los elegidos; y si en el último trance por un ferviente acto de amor nos unimos al sacrificio de Cristo perpetuado en el altar, podemos conseguir aún la remisión de la pena temporal debida a nuestros pecados y evitar el Purgatorio.

Es, pues, muy conveniente para obtener la gracia de la perseverancia final unirnos a menudo a la consagración eucarística, que es la esencia del Sacrificio de la Misa, pensando en los cuatro fines del sacrificio: adoración, súplica, reparación y acción de gracias.

Pensemos que cuando Jesús se ofrece en sacrificio, ofrece en realidad todo su Cuerpo Místico, en especial las almas que sufren sobrenaturalmente como sufrió Él mismo. Como seamos perseverantes en este camino, nuestro adelanto será notable.

Uniéndonos de la manera dicha al Sacrificio de la Misa y a las Misas que se celebran durante todo el día, nos dispondremos de la mejor manera para una buena muerte, es decir, para unirnos a todas las Misas que se estén celebrando, cerca o lejos de nosotros, en la hora del último trance de nuestra vida mortal.

Entonces haremos de nuestra muerte un sacrificio que irá a unirse con el Sacrificio de Cristo, que sustancialmente se perpetúa en el Altar: sacrificio latréutico o de adoración ante el poder soberano de Dios, señor de la vida y de la muerte, ante la majestad de Aquel que conduce al hombre hasta el sepulcro y le resucita (Tob. 13, 2); sacrificio impetratorio para alcanzar la última gracia para nosotros y para los que mueren a la misma hora; sacrificio propiciatorio por las faltas de nuestra vida; sacrificio eucarístico por todos los beneficios recibidos desde el Bautismo.

Este sacrificio ofrecido con ardiente amor de Dios podrá abrirnos al punto las puertas del Cielo, como las abrió al buen ladrón que moría junto a Jesús, que estaba terminando su misa cruenta, el Sacrificio de la Cruz.

Antes de que llegue para nosotros la última hora hemos de orar con frecuencia por los moribundos. En la puerta de algunas capillas se lee esta inscripción: Rogad por los que van a morir durante la celebración de la Misa. Estas palabras llamaron un día extraordinariamente la atención de un escritor francés: todos los días siguientes, al oír la Santa Misa oraba por los moribundos; posteriormente una enfermedad le tuvo durante varios años postrado en cama; y, como no pudiese ir a Misa, ofrecía diariamente sus padecimientos por los que en el día morían. Tuvo así la dicha de obtener muchas conversiones inesperadas, in extremis.

Oremos también por los sacerdotes que asisten a los moribundos; ¡es tan elevado el ministerio de asistir a un alma en su agonía, en su último combate! Oremos para que el sacerdote llegue a tiempo y consiga del cielo, cuando el enfermo se encuentra sumido en profundo sopor, el momento de lucidez preciso, para sugerirle los grandes sacrificios que Dios le pide; para que su oración sacerdotal ofrecida en nombre de Cristo, de María y de todos los Santos, obtenga la última gracia, la gracia de las gracias.

El sacerdote que asiste a los moribundos de esta manera tiene a veces el inmenso consuelo de ver, por decirlo así, que Nuestro Señor salva las almas en medio de los dolores del último trance. Y después de haber orado tal vez para obtener su curación, al ver que el alma está bien dispuesta, acaba diciendo con gran confianza y paz esta admirable oración de la Iglesia: Kyrie eleison, Christe eleison, Kyrie eleison…, Proficiscere, anima christiana, de hoc mundo, in nomine Dei Patris omnipotentes, qui te creavit, in nomine Jesu Christi Filii Dei vivi, qui pro te passus est, in nomine Spiritus Sancti, qui in te effusus est… Sal, alma cristiana, de este mundo, en nombre de Dios Padre omnipotente que te creó; en nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por ti padeció; en nombre del Espíritu Santo, cuya gracia se derramó sobre ti; en nombre de la gloriosa y Santa Madre de Dios, la Virgen María; en nombre del bienaventurado José, esposo predestinado de la Virgen; en nombre de los Ángeles y Arcángeles…; en nombre de los Patriarcas, de los Profetas, de los Apóstoles, de los Evangelistas; en nombre de los Mártires y Confesores; en nombre de todos los Santos y Santas de Dios. Descansa hoy en paz, y sea tu morada la Jerusalén celestial, por Jesucristo Nuestro Señor.

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El misterio de la salvación

La luz de una santa muerte ilumina el misterio de la Predestinación, el misterio terrible y dulce a la vez de la elección de los predestinados.

Esclarécense con ella grandemente los dos principios básicos formulados por San Agustín y Santo Tomás, que citamos al principio del capítulo.

Por una parte, siendo el amor de Dios la causa de todos los bienes, ninguno sería mejor que otro de no ser más amado de Dios. (Santo Tomás, I, q, 20, a. 3: Cum amor sit causa bonitatis rerum, non esset aliquis alio melius, si Deus non vellet uni majus bonum quam alteri. Ibid. a. 4: Ex hoc sunt aliqua meliora, quod Deus eis majus bonum vult. Es el principio de predilección).

Ninguno, de no ser más amado de Dios, aventajaría a su prójimo en actos saludables, ni fáciles ni difíciles, no pudiendo sin la gracia principiar, ni continuar, ni concluir cualquier obra conducente a la vida eterna.

En este sentido dijo Nuestro Señor hablando de los elegidos: nadie podrá arrebatarlos de las manos de mi Padre. Referíase a la eficacia de la gracia, que hace exclamar a San Pablo: ¿Quién es el que te da la ventaja sobre los otros?, ¿qué cosa tienes tú que no la hayas recibido? ¡Lección verdaderamente profunda de humildad!

Por otra parte, Dios nunca manda cosas imposibles, y por amor hace a todos posible, mayormente a los moribundos, el cumplimiento de sus preceptos, y a nadie priva de la última gracia, a menos que el hombre la rehúse resistiendo al postrer llamamiento.

Por consiguiente, si, como dicen San Agustín y Santo Tomás, se concede la gracia de la perseverancia final, es por pura Misericordia, como le fue concedida al buen ladrón; si no se concede, es en justo castigo de faltas, por lo general reiteradas, o también por la resistencia ultima, como ocurrió al mal ladrón que se perdió, muriendo tan cerca del Redentor.

Como dice San. Próspero con palabras repetidas por un Concilio del siglo IX: Si unos se salvan, es por gracia del Salvador; si otros se pierden, es por culpa suya. (Cf. Concilio de Quiersy., 853 (Denzinger, 318): Deus omnipotents omnes homines sine exceptione vult salvos fieri (I Tim. 2, 4), licet non omnes salventur. Quod autem quidam salvantur, salvantis est donum, quod autem quidam pereunt, pereuntium est meritum).

¿Cómo se componen íntimamente estos dos grandes principios, tan ciertos cada uno por separado, el de la eficacia de la gracia y el de la salvación posible para todos?

San Pablo responde: O altitudo divitiarum sapientiæ et scientiæ Dei; quam incomprehensibilia sunt judicia ejus et investigabiles viæ ejus! ¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios, cuán incomprensibles son sus juicios, cuán impenetrables sus caminos! (Rom. 11, 33).

Antes de recibir la visión beatífica, ninguna inteligencia creada puede comprender el acuerdo de estos dos principios. Penetrarlo equivaldría a entender de qué manera, sin distinción real, se unen y se identifican la Justicia infinita, la Misericordia infinita y la Libertad soberana en la Deidad, en la vida íntima de Dios, en lo inefable de Él, en esa perfección que le es absolutamente propia, naturalmente incomunicable a las criaturas, en la Deidad en cuanto que es superior al ser, a la unidad, a la verdad, al bien, a la inteligencia y al amor; porque si bien todas estas perfecciones divinas absolutas pueden ser naturalmente participadas por las criaturas, no lo es la Deidad, que sólo se comunica por la gracia, santificante, participación de la naturaleza divina, no solamente en cuanto que es vida intelectual, sino como vida propiamente divina, principio por el cual Dios se ve y se ama inmediatamente.

Para entender el íntimo acuerdo de los principios de que venimos hablando, sería preciso ver la esencia divina.

Cuanto más evidentes resultan para nosotros estos dos principios que tratamos de conciliar, más oscura aparece, por contraste, con una oscuridad traslúcida, la eminencia de la vida íntima de Dios, en la cual se unen. Estos dos principios son como las dos partes de un semicírculo deslumbrador, encima del cual está, empleando el lenguaje de los místicos, la gran oscuridad, que no es sino la luz inaccesible en que Dios habita (Tim 6, 16).

Tal es, aunque muy imperfectamente explicado, el objeto de la especulación, y aun diríamos de la contemplación agustiniana, que inspiró constantemente a Santo Tomás en estas difíciles cuestiones. La divina oscuridad del misterio de que hablamos sobrepuja con mucho la teología discursiva, siendo objeto propio de la fe, fides est de non visis, de la fe iluminada por los dones de entendimiento y de sabiduría, fides donis illustrata.

Desde este punto de vista superior, la contemplación de misterio tan terrible y dulce a la vez se hace tranquilizadora, como escribía Bossuet, íntimamente penetrado de esta doctrina, a una persona atormentada por el pensamiento de la predestinación: Cuando estos pensamientos, le decía, se ofrecen al espíritu, y el desecharlos cuesta no pocos e inútiles esfuerzos, deben terminar en el abandono total en manos de Dios, con la seguridad de que nuestra salvación está mucho mejor en las suyas que en las nuestras, y únicamente así se encuentra la paz. Y en eso también debe terminar toda la doctrina de la predestinación como consecuencia del secreto del soberano Señor, a quien se ha de adorar y sin pretender sondearle. Menester es abismarse en esta alteza y en esta impenetrable profundidad de la sabiduría de Dios y echarse a cuerpo descubierto en manos de su bondad inmensa, esperándolo todo de Él, pero sin descuidar el negocio de nuestra salvación… El término de este tormento ha de ser el abandono en las manos de Dios, que por su bondad y sus promesas se verá obligado a velar sobre vuestra merced. Aquí está el verdadero desenlace, mientras dura nuestra vida, de todos los pensamientos que tanto a vuestra merced asedian en el asunto de la predestinación: y hecho esto, es preciso descansar, no en sí mismo, sino únicamente en Dios y en su paternal bondad.

El mismo Bossuet dice en uno de los capítulos más bellos de sus Méditations sur l’Evangile (IIa Parte, Día 72): El hombre soberbio teme hacer incierta su salvación, como no la tenga en su mano; pero se equivoca. ¿Puedo estar seguro de mí mismo? ¡Dios mío!, veo que mi voluntad falla a cada momento; y si vos me hicierais dueño y señor único de mi suerte, no aceptaría un poder tan peligroso para mi flaqueza. Que no me digan entonces que esta doctrina de gracia y de preferencia trae la desesperación a las almas buenas. ¡Cómo! ¿Se imaginan dejarme más tranquilo entregándome a mis propias fuerzas y a mi inconstancia? No, Dios mío, no puedo consentirlo. No puedo encontrar seguridad sino en el abandono en vuestras manos. Y tanta más seguridad tengo, cuanto que aquellos a quienes concedéis la confianza de entregarse enteramente a Vos, en ese dulce instinto reciben la mejor señal de vuestra bondad que puede darse en la tierra.

Este nos parece ser el verdadero pensamiento de San Agustín en lo que tiene de más elevado, cuando por remate de todo, dejado aparte el razonamiento, descansa en la divina oscuridad del misterio, donde deben concillarse sus aspectos más opuestos en apariencia, formulados en los ya dichos principios: Dios nunca manda cosas imposibles; Nadie sería mejor que otro, de no ser más amado por Dios.

Estos principios son como dos estrellas de primera magnitud que resplandecen con brillo extraordinario en la noche espiritual; pero no bastan para revelarnos las profundidades del firmamento, el secreto de la Deidad.

Antes de haber recibido la visión beatífica, por un secreto instinto nos tranquiliza la gracia acerca de la íntima conciliación en la Deidad de la infinita Justicia y de la Misericordia infinita, y nos tranquiliza así precisamente, porque la gracia es una participación de la Deidad y de la luz de vida, muy superior a la luz natural de la inteligencia angélica o de la humana.

Ciertamente, toda nuestra vida interior está envuelta en misterio, y lo mismo cada uno de nuestros actos, porque toda obra conducente a la vida eterna presupone el misterio de la gracia que nos ayuda a realizarla, y todo pecado es un misterio dé iniquidad, que presupone la permisión divina del mal con miras a un bien superior, que muchas veces no comprendemos y que sólo en el Cielo alcanzaremos a ver con claridad.

Pero en medio de esta oscuridad de la fe, que es también la oscuridad de la contemplación acá en la tierra, nos tranquiliza el pensar que Dios es salvador, que Jesucristo murió por nosotros, que su Sacrificio se perpetúa sustancialmente sobre el Altar y que nuestra salvación está más segura en sus manos que en las nuestras; tenemos en efecto más confianza en la rectitud de las intenciones divinas que en la de nuestras mejores intenciones.

Abandonémonos con amor y confianza en manos de la infinita Misericordia, que es el medio más seguro de obtener de ella que se incline hacia nosotros en este momento y en el trance de nuestra muerte.

Recordemos a menudo las hermosas palabras del Salmista (Ps. 54, 23), que leemos todos los miércoles en el oficio de Tercia: Jacta super Dominum curam tuam et ipse te enutriet; non dabit in æternum fluctuationem justo. Abandónate en manos de Dios y Él te cuidará: no dejará jamás sucumbir al justo.

Meditemos en el bellísimo cántico del anciano Tobías (Tob. 13, 2): Magnus es, Domine, in æternum et omnia sæcula regnum tuum; quoniam tu flagellas et salvas, deducis ad inferos et reducis… Ipse castigavit nos propter iniquitates nostras, et ipse salvabit nos propter misericordiam suam. Grande eres tú, oh Señor, desde la eternidad, y tu reino abarca todos los siglos. Porque tú hieres y das salud, tú conduces al sepulcro y libras de él… Cantad himnos al Señor, hijos de Israel… Él nos castigó por nuestras iniquidades y nos salvará por su misericordia.

En este abandono hallaremos la paz. En el punto de morir por nosotros el Salvador, uníanse en su Alma santísima el sufrimiento más atroz, causado por nuestros pecados, y la paz más profunda.

De igual suerte, en toda muerte cristiana, como en la del buen ladrón, se juntan en unión íntima el sufrimiento, el santo temor, el temblor ante la Justicia divina y la paz profunda. Pero sobre todo otro sentimiento domina en aquel trance supremo la paz o tranquilidad del alma, como cuando Jesús expiró diciendo: Consummatum est… Pater, in manus tuas commendo spiritum meum.